Serrat sin Serrat

Vivo como está (y esperemos que por muchos años), Serrat no aparece en ningún momento del documental, de no ser por las viejas fotos y grabaciones que sus hermanos cubanos han conservado y que con tanta fruición muestran. Sus canciones, sin embargo, su obra, son, en sí, el propio documental. Y la perspectiva, claro.

Cuba

Cuba le quiere, Cuba admira a Serrat, y eso es mucho decir. Porque Cuba es una potencia cultural de primer orden; porque la música cubana -tanto en letras como en sones- es Grande. Porque que Cuba cante a Serrat es un símbolo cargado de Historia y de respeto por el Arte, es un icono de lo trascendente, lo esencial, de la prístina desnudez del pobre poeta iluminado, en comunión con el espíritu del público. Es mucho decir.

Y en «Cuba le canta a Serrat» (Joan Minguell, 2005) aparecen nada menos que el Nat King Cole cubano, Ibrahím Ferrer, y las ya leyendas Pablo Milanés y Silvio Rodríguez. Cantando a Serrat.

Serrat y la palabra

En verso. Sin despreciar las orquestaciones, las canciones de Serrat son poemas. De ahí que en su día tuviera tantos problemas, cuando la palabra no valía tan poco como hoy; cuando cantar en catalán, o decir que no reconocía Gobierno español más allá del de la Segunda República, costaba el exilio y la condena al ostracismo.

Y el documental

Está bien. Es sencillo, como una guitarra. Y contiene la compleja belleza del último medio siglo.

Aunque casi da pena… Porque -inevitablemente siempre pasa- la gente muere. Y cuando uno ve a otros hablar de Serrat, cuando uno ve grabaciones antiguas y fotos de Serrat, cuando uno escucha canciones que ya sabía, de Serrat, pero ahora en boca de otros, uno siente esa losa que es la ausencia. Y desea con todas sus fuerzas -«a dentelladas secas y calientes»- que la Parca esta vez se equivoque y que nunca asistamos a ese levante otoñal, a ese entierro sin duelo; a ese temido y eterno Serrat sin Serrat.

El porno que ves

Aunque ya tiene un par de años (y eso es muchísimo tiempo en el mundo online), la serie documental que produjo la BBC en 2010 -y que llevaba por título «La revolución virtual»- es probablemente el acercamiento más serio, profundo e ilustrativo de todos los que se han hecho al «fenómeno Internet», o al menos de los concebidos para el gran público.

La doctora en «Psicología social» -una disciplina muy discutida en sus bases, por cierto, pero con gran aceptación en el eje anglosajón, probablemente por sus aplicaciones prácticas- Aleks Krotoski es la presentadora de la serie. En ella, esta también periodista estadounidense sobrevuela los temas de mayor calado que intervienen en el análisis de la sociedad post-Internet.

El precio de lo gratuito

Y un capítulo, el que hoy enlazamos, es probablemente el más inquietante de los cuatro que la componen. Habla sobre el precio que pagamos los usuarios de Internet por disfrutar de esta mágica tecnología. Un precio que no se mide en dólares o en euros, sino en datos, en información.

Entrevistados de la talla de Bill Gates (Microsoft), Eric Smith (Google), Jeff Bezos (Amazon), o Chad Hurley (YouTube) hablan sobre lo que supone proveer un servicio y recibir como contrapartida un caudal de datos procesables. Cada cual desde su perspectiva -claro- y encaramados en el púlpito de la integridad moral -por supuesto- lo que dicen es que el usuario sabe que está expuesto y lo acepta, porque los beneficios que obtiene a cambio de ceder esa parcela de intimidad son enormes. Y ellos -los gurús-, santos en vida, no harán nunca nada con esos datos que perjudique a la gente, por Dios, todo lo contrario, los usarán para mejorar sus vidas.

El problema llega cuando esa «parcela de intimidad» es en realidad toda tu finca y cuando esa cesión no es temporal, ni controlada, sino eterna -«tus datos estarán siempre en Internet»- e incontrolable -la foto de tu hijo que subiste a Facebook puede perfectamente llegar a una web de pederastia-.

Todo de todos

Porque en Internet volcamos todo de todos, lo nuestro y lo del vecino, al desparrame. Ya sea mediante el famoso Facebook -en el que la gente valiente asume un cierto grado de exposición pública-, o a través de nuestros correos electrónicos, Whatsapps y demás utilidades aparentemente privadas -que nadie en su sano juicio expondría alegremente-. Ese universo que todo se traga y al que genéricamente llamamos «Internet» conoce nuestros más íntimos secretos.

La chica que te gusta. El porno que ves.

Repercusiones

Y por mucho que digan los gurús, la gente ni conoce, ni acepta, las repercusiones que esta exposición pública puede tener. En primer lugar, porque nadie que no se dedique al negocio del «cine erótico» [sic] quiere hacer pública una fotografía de su retráctil órgano sexual -por ejemplo- durante una entrevista de trabajo, o una cena de Navidad. Y en segundo lugar, porque ni siquiera los propios gurús conocen las repercusiones de esta exposición. Las empresas cambian de dueños, los países cambian de gobernantes, y los datos almacenados en Internet permanecen ahí, y pueden servir para los más oscuros propósitos: campos de concentración para calvos. Eugenesia.

Así que, antes de teclear tu próxima búsqueda en Google, ¿por qué no le echas un vistazo al documental?

Los sueños olvidados

Hay una secuencia en la película que resulta terrible. Puede pasar desapercibida, pero sigue siendo terrible. No tiene nada que ver con el discurso principal de este precioso documental, que nos habla sobre una cueva del Sur de Francia, donde están contenidas las pinturas rupestres más antiguas -y quizás más bellas- de todo el Arte prehistórico. La terrible secuencia habla sin embargo de la vulnerabilidad del ser humano:

Lo llamaremos «el perfumista», es uno de los entrevistados en el documental. El perfumista nos explica su sistema para descubrir cuevas sepultadas. No se fija en el terreno, ni se vale de sofisticadas máquinas, sino que olisquea aquí y allá, en busca de aromas que puedan indicar que hay una gruta bajo las rocas. Este perfumista es un señor mayor, retirado, poco acostumbrado a las cámaras y también poco amigo de ellas. El perfumista, en un momento de su intervención, se queda sin palabras, mudo. Parece que sintiera que no tiene nada importante que decir. Es la humildad la que le embarga. Con sus gestos, implora que se aparte aquel artefacto de su cara, aquel testigo de su vulnerabilidad. Es el minuto 55 de la película. Herzog mantiene el plano, hasta el final.

Porque estas cosas pasan. Porque Werner Herzog busca lo humano por encima de todo, sin maquillaje, en ésa, su sencillez tan compleja. Gracias a él, descubrimos que uno de los investigadores, que ahora trabaja en la cueva, fue malabarista de circo. Descubrimos la historia detrás de la historia -detrás de la Prehistoria, si se nos permite el calambur-. La película de Herzog no habla de unas pinturas rupestres.

La identidad

Porque, aunque amanse a las fieras, la música es algo bastante humano. El Arte.

Si viajáramos por el Espacio, a otro planeta, y encontráramos allí a un ser vivo tocando la flauta (no importa que no se parezca a nosotros: puede tener forma de, no sé, de tulipán), pensaríamos que algo tenemos en común con él, ¿verdad? Algo poderoso. ¡Tocar la flauta implica tantas cosas! La sensibilidad artística, el deseo de expresarse, la técnica… Si sabes tocar la flauta, podemos congeniar.

Pues ese vínculo es precisamente el que busca -y encuentra- Herzog, con unos seres que vivieron en la Tierra hace 30 milenios. Y 30.000 años es mucho tiempo, no nos engañemos (pensemos en los últimos 50).

Los cavernícolas tocaban la flauta. Pentatónica, para más señas. Y pintaban. Y lo que pintaban era magnífico.

El legado

Y ahora seguimos empeñados en dejar testimonio de nuestro paso por la vida, como ellos. Cazamos mejor, es cierto (de hecho, cazamos tan bien, que casi se nos han acabado los animales), pero nuestro anhelo de perpetuidad permanece idéntico.

Claro que el deseo de dejar nuestro legado no es la única motivación para pintar en las paredes de las grutas (léase lienzos, photoshops y capillas sixtinas). Lo hacían, ellos, según se dice, por motivos espirituales, para atraer la caza, para alejar la catástrofe. Y esto -ese «homo spiritualis»- sigue siendo insuficiente.

El juego

Porque no se entiende el Arte sin el juego. La música -interpretarla, bailarla, componerla- es divertida; el cavernícola era un ser juguetón, un «homo ludens»: pintaba.

Los sueños

Y soñaba. Y al despertar, olvidaba sus sueños. Y si no, los estampaba en la roca.

Herzog humano sueña, y nosotros con él.

Pero cuánto durarán nuestros sueños, Werner, antes de ser olvidados.

Se rompe o se raja

«Se rompe o se raja» es una expresión frecuentemente utilizada en México. Se usa para manifestar un total compromiso, una adhesión incondicional a algo. «Ir a por todas», que se dice en España.

En el año 2008 se publicaba «Living in Emergency», el documental que hoy os ofrecemos. Cuenta la historia de cuatro médicos sin fronteras, dos novatos y dos veteranos, durante sendas misiones humanitarias, en el Congo y en Liberia. Desde la entrada en el campamento, hasta su cierre, la película se adentra en las emociones que experimentan estas personas y trata de dibujar -con el telón de fondo que todos podemos imaginar: guerra, pobreza, necesidad- el panorama al que se enfrentan.

Aunque bondadoso con la Organización, el documental es sano. Las dudas y flaquezas de los propios cooperantes no se limitan al terreno personal, al miedo, a la inseguridad, a la frustración derivada de la escasez, de la impotencia. Esas dudas llegan a cuestionar, durante la película, los propios fundamentos -y decididamente también el funcionamiento- de Médicos Sin Fronteras, e incluso de todas las ONG’s. El documental es, por tanto, algo más que propaganda.

Y África

Es el sitio adonde no miramos. Cada foto que nos llega del vecino continente es peor que la anterior, así que optamos por romperlas todas. El testimonio de esta gente -de los doctores- es muy ilustrativo: la mayoría va, coopera, resiste lo que puede, y no vuelve nunca más. Y quién podría reprochárselo.

Cara extrema del mundo, África, dicen que duermes… Pero eso es porque, cuando sueñas, todo parece posible.

 

Engórdame (que me pone)

Archiconocido es el documental «Super size me»: probablemente, el más famoso de los editados en los últimos tiempos. Pero ¿por qué ha tenido tanto éxito?

Para quienes -extrañamente- no conozcan esta película, diremos que consiste, básicamente, en ver a su presentador y director, Morgan Spurlock, engordar como un ceporro, a base de comer hamburguesas -patatas fritas y Coca Cola- durante un mes. Se propone demostrar que la «comida rápida» no es buena para la salud. Y lo consigue.

Pero intentemos responder a la pregunta…

En primer lugar, la película ha tenido éxito porque aborda un tema de especial importancia para nuestra sociedad: la obesidad. Basándose en cifras realmente alarmantes, Spurlock pone el acento en una cuestión que nos afecta a todos y que se relaciona directamente con el modelo de vida que muchos de nosotros llevamos: sedentario (pasamos más tiempo sentados que de pie), holgazán (buscamos soluciones rápidas para saciar nuestras hambres) e hiper-consumista (una tarjeta de crédito sin límite es nuestro sueño).

En segundo lugar, Spurlock se castiga, y eso da morbo. Ver a alguien destrozar su hígado -cambiar de color, de forma, de actitud- es diversión en estado puro. No en vano el «jackass» ha pasado de ser una serie de televisión a un género televisivo en sí mismo.

Y en tercer lugar, el documental demoniza a una cadena de comida rápida en concreto, McDonalds. Esto es importante, porque culpar a alguien -rico, poderoso- de un problema que en realidad es nuestro, contribuye a que no nos sintamos tan culpables por ser gordos. Nadie nos obliga a comer hamburguesas hasta reventar, nadie nos impide hacer deporte, llevar una vida sana. Y si culpamos a alguien de nuestra propia irresponsabilidad, no estamos siendo justos.

La pobreza

Pero entre todos estos mensajes más o menos frívolos, la película deja caer una reflexión interesante, y es la relación entre pobreza y consumo de comida rápida. Al parecer -y esto aún no es así en España-, para los estadounidenses resulta más barato comer en un McDonalds que comprar los alimentos frescos -especialmente verduras- y cocinarlos. Por ese motivo, se aprecia una relación entre bajo poder adquisitivo y obesidad.

Este dato suscita un buen número de interrogantes -que no detallaremos-, pero por encima de todos, arroja una pregunta: ¿Cómo es posible? ¿Cómo va a ser más barato comer en un McAuto que hacer una fabada? La respuesta sólo podemos encontrarla a nivel macroeconómico. Es posible porque las políticas agroganaderas están controladas por grandes grupos de poder que determinan los precios. No incidiremos en este tema, porque -a quien le interese- puede ver, por ejemplo, el documental Food Inc, que aborda la cuestión frontalmente, pero diremos que posiblemente éste sea el punto más interesante de todo «Super size me».

El entretenimiento

Y es entretenida, la película. Puede que no sea seria -ni ortodoxa-, que sea frívola y populista, pero, al menos, su director consigue que el espectador -ese hiperconsumista haragán sedente- se interese por algo tan importante, tan cotidiano y tan cargado de implicaciones sociales, económicas, existenciales, como su propia dieta. Durante hora y media, no más, que hoy cenamos kebab.

 

Más madera

El tema es complejo y delicado. Cárceles privadas.

Supongamos que somos los gerentes de una empresa estadounidense, una que se dedica a gestionar cárceles. Tenemos que mantener con vida a los reclusos -nutridos, aseados-, asegurarnos de que no escapen, y esas cosas que se hacen en las cárceles. ¿Quién nos paga por ese trabajo? Pues una parte la paga el Estado, pero no es suficiente, así que la otra parte la tenemos que buscar nosotros. Y decidimos que los presos -esos tíos grandes, fuertes y tatuados- además de comer, dormir y pelearse, van a tener que trabajar. Porque, de hecho, están obligados, por ley, a trabajar. Y nosotros, como buenos estadounidenses, cumplimos las leyes.

Entonces montamos, en la cárcel, una fábrica de algo… No sé… De botas. Para que trabajen. Para que paguen su sustento. Para cumplir la ley.

Con las botas conseguiremos no sólo tener a los presos ocupados, sino también una buena cantidad de dinero, dinero que luego invertiremos en mantener la cárcel, en llenarnos los bolsillos -dinerito, dinerito-, y en pagar (poco, lo menos posible) a nuestros forzosos trabajadores.

¿Qué pasará si hacemos unas botas muy buenas, muy bonitas y muy baratas? Pues que todo el mundo querrá comprar unas. Y entonces, nosotros, como buenos empresarios, viendo que allí hay negocio, querremos fabricar más botas, para ganar más dinero.

¿Qué necesitaremos para eso? Obviamente, más presos.

Acabamos de describir un hecho que pasa desapercibido: a muchas empresas les interesa que haya muchos presos, que haya muchas cárceles. Son mano de obra barata.

El trabajo te hará libre…

…se leía en los campos nazis de concentración. Y esto es cierto, hasta cierto punto. Para que una persona se integre en la sociedad, es fundamental que trabaje. Eso le dará seguridad, independencia, satisfacción… Y además, mirado desde un punto de vista social, el preso tiene una deuda con el resto de la sociedad: ha delinquido, ha originado dolor, problemas a los demás; tiene que pagar. Mantenerle gratis no parece una solución muy buena, aunque sea encerrado, porque encerrado, quieto, no repara el daño causado. Y tampoco se integra. Que trabaje.

Pero pensemos en las galeras. Allí, a remar, iban los presidiarios. Cuando uno moría, había que reemplazarlo por otro. Y muchas galeras (léase «muchas botas») es sinónimo de muchos presidiarios.

Sabemos cómo se hacen las cosas (tarde, mal y nunca, que se dice). Y tenemos un dato muy revelador: en Estados Unidos crece constantemente la población de reclusos. ¿Qué pasa? ¿Son más malos que nunca? ¿O podría ser que hubiera más demanda de presos que nunca?

Hospitales

En España llegamos tarde a eso de privatizarlo todo. Aunque hemos empezado con ímpetu, somos todavía novatos. No tenemos cárceles privadas, pero ya nos hemos lanzado con hospitales, colegios y sitios así. En los hospitales, por ejemplo, cuando hayamos aprendido todos los trucos, cuando la sanidad sea por fin privada, cuando esta lógica comercial que venimos describiendo se despliegue en toda su magnitud, sólo nos harán las pruebas médicas que sean rentables para la empresa contratista, no las que sean necesarias. Estaremos ingresados el tiempo justo para que nuestra estancia cause beneficios. Y si pueden ponernos a hacer macramé mientras que estamos en cama, lo harán (¿qué haces ahí tumbado?). El hecho innegable es que, como en las cárceles americanas, los beneficios determinarán el servicio.

El documental

«El negocio de las cárceles» quiere ser tan neutral, su directora se moja tan poco, que termina siendo un alegato a favor de la privatización. Por eso nos hemos centrado en los contras, porque ahora, cuando lo veáis, os daréis cuenta de lo ricos que vamos a ser todos cuando por fin consigamos vender nuestros derechos.

 

Rapados, rapados y Kubrick

En principio, raparse la cabeza es un gesto sin mucha implicación. Estamos los calvos -en general rapados-, están los calurosos («ahora para el veranito»), y también los que lo hacen por una cuestión de comodidad («peinarse es un coñazo»). Pero no vamos a hablar de ninguno de estos rapados, sino de los otros, de los que se rapan como seña de identidad.

Por antonomasia, el rapado es el militar. Aunque -según la normativa vigente en las Fuerzas Armadas españolas- a las mujeres se les permite llevar el pelo largo, el de los hombres debe ser corto (en ningún caso debe rozar ni montar las orejas). Motivos de higiene y de seguridad en el combate cuerpo a cuerpo son los más frecuentemente argüidos para la implantación de estas medidas. Sin embargo, hay otro motivo que no se menciona con tanta frecuencia, pero que es fundamental. Nos referimos a la uniformidad.

Los grupos sociales, a la vista está, construyen su identidad basándose en atuendos semejantes. Veamos algunos ejemplos.

Reunión del Rey de España con empresarios

Grupo punk

Médicos

El ejército cuida especialmente la uniformidad de la tropa, porque está demostrado (los humanos somos así, qué se le va a hacer) que un atuendo común es la base para la generación de vínculos grupales. Todos iguales, todos amigos.

La naranja mecánica

Stanley Kubrick vio todo esto -era un genio, el tío- y lo caricaturizó. Construyó -en «La naranja mecánica»- un grupúsculo llamativo de personajes y los vistió de manera semejante. Utilizó elementos que no hubieran sido fagocitados por otra «tribu urbana»: vestimentas blancas, sombreros hongos, botas, bastones, tirantes… coronados todos por un inquietante maquillaje en ojos y boca.

La naranja mecánica. Stanley Kubrick

Pero no se quedó ahí. Su caricatura llegó mucho más lejos, puesto que las señas de identidad de un grupo social no se refieren únicamente a la vestimenta. La música suele ser un rasgo determinante de pertenencia -o no-. Pensemos, por ejemplo, en la importancia de los himnos para los militares.

En este terreno, Kubrick utilizó a Beethoven, un músico con una fuerza arrolladora, pero que ya había pasado de moda. Un músico que ninguna «tribu urbana» -al menos, de estas características- abanderaba.

Y también profundizó en la caricatura de otras conductas sociales. El bar al que acudían los protagonistas, por ejemplo, blanco todo él, era su templo. La leche «supervitaminada» que allí bebían, era su néctar. El asalto, la violación, el asesinato, sus actividades preferidas.

Se ve claramente, gracias a Kubrick, que una «subcultura» puede analizarse comparando estos elementos (música, atuendo, conducta…) con los de otras subculturas. Probablemente, el individuo que mejor maneje los elementos de una subcultura ocupará una posición más elevada dentro de ese grupo social. Por ejemplo, The Beatles -que manejaban todos estos elementos con soltura, especialmente el elemento musical- fueron los adalides del movimiento «pop» (ocupaban el más alto escalafón de esa subcultura). Y ya se sabe, los que están arriba marcan tendencias.

The Beatles (1964)

The Beatles (1969)

Skinheads

Así llegamos al documental que nos ocupa. Se trata de una película dirigida por el franco-suizo Daniel Schweizer en 2003, que explica las características del movimiento «Skinhead» desde sus orígenes en los años 70 hasta nuestros días. Según dice, los skinheads nacieron como un grupo antirracista, integrador, de izquierdas. Conforme fue evolucionando, se fue escindiendo y surgieron tres ramas: los skinheads ultraderechistas («boneheads»); los SHARP, o skinheads antirracistas -fuertemente politizados hacia la ultraizquierda y enemistados a muerte contra los fascistas-; y los skinheads «apolíticos», o «dudosos», que adoptan la estética «skin», pero evitan vincularse a ideologías políticas.

Schweizer hace un gran trabajo de documentación, recorre buena parte de Europa, e incluso viaja a Estados Unidos y Canadá. Se reúne con miembros de las tres facciones, intentando trazar puentes en común, analizando similitudes y diferencias. Y así conforma una valiosa pieza informativa, que no solo habla de los skinheads, sino de las bases de toda tribu urbana, de todo grupo social: himnos, banderas, templos, conductas… Actitud.

Kubrick se adelantó -es cierto- y además, al caricaturizar, llegó más lejos. Pero Schweizer lo hace bien -hay que reconocerlo- y además, al entrevistar, llega más cerca.

 

El agua, los sueños y Bruce Lee

Si hay algo por lo que Bruce Lee merece ser recordado, 39 años después de su muerte, no es por su dominio de las Artes Marciales, aunque esta idea resulte sorprendente. Claro que fue un luchador asombroso, qué duda cabe, pero sus aportaciones trascienden los puñetazos y las patadas y los gestos y filigranas que tan famoso le hicieron.

Bruce Lee estudió Filosofía, y esto es -en según qué círculos- bastante desconocido. Su padre era Primer Actor de Ópera china y él creció en un ambiente relativamente culto, vinculado a las artes. Desde bebé, participó en el rodaje de películas, pero tampoco deberíamos recordarle por su faceta de actor, ni aún por la de cineasta -que también lo fue-. Bruce Lee debería ser recordado por su capacidad para transformar los sueños en realidad.

El agua

Utilizar ningún camino como camino. Tener ninguna limitación como limitación.

Éste fue su lema, y le sirvió. Lee abogó por un modo de vida, por una manera de pensar y de conducirse en la que el individuo no se ciñera a una estructura preconcebida, sino que -desde la honestidad, desde la sabiduría- se dejara fluir libremente.

Decía que expresar la verdad interna de una manera honesta es lo más difícil de todo. Uno puede fácilmente dejarse llevar por la vanidad y así ofrecer (ofrecerse) una imagen que no sea acorde con la realidad. O bien circunscribirse sin criterio a los principios impuestos por una tradición, con lo que cada estímulo tendrá una respuesta prescrita y la libertad del individuo quedará mermada. Pero ir más allá -de la tradición, de la vanidad, de la estructura-, es lo complicado.

A Bruce Lee le molestaba el estereotipo del chino que plasmaban las películas de Hollywood. Con sus Non La, o sombreros cónicos, y su actitud servil, los chinos del cine poco tenían que ver con los reales. Él rechazó numerosos papeles de este corte para recrear, después, el cine, a su imagen y semejanza. Películas en las que la violencia no era gratuita, sino que estaba -desde su punto de vista- justificada. Películas en las que los protagonistas no volaban, sino que las luchas eran -aunque magistrales- verosímiles. Y películas en las que intentaba dar a conocer una filosofía basada en la honestidad, en el conocimiento y en la superación personal.

Los sueños

Y lo del callejón es mentira. No le mataron a traición, ni nada parecido. Bruce Lee murió en la cama, con 32 años. Quizás se machacó demasiado, es posible. O quizás -los seguidores de su doctrina preferimos verlo así- Bruce, en aquel momento, soñó con evaporarse.

 

Instrucciones para una revolución no violenta

La indignación crece en España y -si queremos mejorar la situación- tenemos que organizarnos. Todos sabemos que ya hay muchas acciones en marcha, protestas de todo tipo, pero quienes acudimos a la última gran manifestación (la del 19 de julio) pudimos comprobar que aún hay mucha desunión entre los ciudadanos. Los funcionarios por su paga extra, los mineros por la extinción del sector, los médicos por la sobrecarga, parados, estafados por las preferentes, republicanos, sindicalistas, jubilados, lesbianas… Cada uno protesta por lo suyo. Y se echa en falta un lema común, uno que nos una a todos, que nos dé fuerza y que sirva para resolver el fondo del problema.

«Basta de recortes» es un lema muy flojillo, estaremos de acuerdo. Y «la próxima visita será con dinamita» es un órdago a la grande, que no resulta nada creíble.

Hay otros eslóganes graciosos, pero que son meramente anecdóticos, como el «Que se jodan» de la Fabra. Pero si hubiera que elegir un eslogan, uno que nos uniera a todos, un mensaje que fuera realmente decisivo, cargado de verdad y que mirara el problema directamente a los ojos, éste podría ser «Hay alternativas». Porque las hay. Porque todos sabemos que las hay.

Soberanía popular

Lo que está en juego es la soberanía popular. El Gobierno, democráticamente elegido, está contradiciendo punto por punto sus promesas. Y, en este proceso, está desmantelando el Estado de bienestar. Si el pueblo se levanta y dice «no» -¡no lo desmanteles!-, el Gobierno debe hacer caso. Punto. Las medidas que han emprendido los gobernantes son tan decisivas para el futuro de España -y están tan lejos de lo prometido- que, si no se llevan a cabo con el apoyo popular, pueden considerarse dictatoriales (¡si al menos convocaran un referendum!).

Y frente a una dictadura, hay que actuar decidida, organizada y enérgicamente. No queremos la guerra. Repetimos: NO queremos la guerra. NO queremos violencia. NO queremos retroceder 80 años y volver a matarnos entre primos. Pero NO vamos a tolerar que se nos estafe, que se nos engañe, que se nos ningunee. Somos el pueblo, España es una democracia: somos los soberanos, haced lo que os decimos. Punto.

¿Qué alternativas?

Pues las que indican los expertos. Sociólogos, politólogos, economistas de todo tipo, estamos hartos de escucharlos por la radio. No los «expertos» que están en el Gobierno, sino los que están en Universidades. Ellos, los de las Universidades, no tienen los intereses económicos que pueden tener los políticos de primera línea. Ellos no están comprados.

Ellos, los expertos de las Universidades, han redactado libros como «Hay alternativas» o «Lo que España necesita«, en los que dejan muy claro cómo deberíamos hacer las cosas para recuperarnos de ésta. Y precisamente proponen todo lo contrario a lo que se está haciendo.

La necesidad de una revolución (no violenta)

Pero la movilización popular es fundamental para conseguirlo, los mismos expertos lo dicen. Debemos reivindicar nuestra condición de soberanos porque, si no, estamos perdidos. Y la revolución debe hacerse desde ya, de manera no violenta. No se trata -sólo- de salir un día a la calle con pancartas -o de mandar twits a mansalva-, sino de poner en marcha una estrategia que posibilite un cambio real. Los objetivos están sobre la mesa, vamos a por ellos. Ordenadamente.

Instrucciones para una revolución no violenta

Y aquí llega el documental que os proponemos. Se trata de un acercamiento a la vida y obra de Gene Sharp, titulado «Cómo empezar una revolución» y emitido por «Documentos TV» en enero de 2012. Sharp es un filósofo estadounidense que ha dedicado su carrera a promover la lucha no violenta, a favor de pueblos oprimidos y en contra de regímenes tiránicos. Su libro «De la dictadura a la democracia» proporciona las claves para el éxito de las movilizaciones populares, éxito que queda demostrado en su aplicación a los casos de numerosos países, como Birmania o Australia.

El documental ofrece una panorámica muy interesante y esperanzadora sobre las ideas de este nonagenario escritor y nosotros creemos que es responsabilidad de todos los españoles acercarse a ellas. Para luego hacer nuestro propio balance. Para saber en qué medida debemos, queremos y podemos colaborar.

No sabemos qué difusión tendrá este artículo, pero vamos a proponeros una iniciativa (aparte de la de ver el documental). Sharp resalta la importancia de utilizar un único color en las manifestaciones, una ropa que nos iguale a todos, un atuendo que cree espíritu de grupo. En las últimas manifestaciones, los profesores iban de verde, los médicos con bata blanca, los demás funcionarios de negro… Unámonos. Creemos una revolución blanca, tan fácil y tan simple. Todos tenemos en casa una camiseta blanca. Todos podemos ponernos una. Llevar a las manifestaciones otras dos o tres, para repartirlas entre nuestros acompañantes. E incluso organizar un fondo para comprar muchas y distribuirlas entre los demás manifestantes.

Es un paso pequeño. Es un paso simbólico. Pero es un paso.

 

Leer libro «De la dictadura a la democracia»

Leer libro «Hay alternativas»

Leer libro «Lo que España necesita»

Con F de fraude

Es el título de un documental dirigido en el año 1974 por Orson Welles. Narra la historia de Elmyr de Hory, un pintor húngaro radicado en Ibiza que supuestamente falsificó miles de cuadros de los pintores más famosos del mundo. Matisse, Modigliani, Goya, Picasso, ningún rubro estaba a salvo cuando de Hory andaba cerca. Dice el documental -quién sabe si será cierto- que los libros de cocina húngaros, cuando detallan la preparación de una receta, lo primero que indican es lo siguiente: «robe usted dos tomates».

Se trata de una película prodigiosa.

Narrada y conducida por el propio Welles, aborda tantos temas que resulta difícil resumirlos. Intentaremos, no obstante, trazar un par de líneas maestras.

La mercancía y el mago

En Economía se sabe bien: «Precio» es la cantidad que alguien está dispuesto a desembolsar por un bien o servicio. Nótese que el precio de algo no viene fijado por quien lo vende, sino por quien lo compra. Así, la Historia está repleta de transacciones sorprendentes. Aquel Esaú que vendió su primogenitura por un plato de lentejas. Aquel BBVA que compró Unnim por un euro (y recibió mil millones de recompensa). Y más.

De Hory también sabía esto, y rápidamente dedujo que un mismo cuadro podía venderse por dos cantidades muy diferentes, si simplemente se estampaba en él la firma adecuada. La causa de tan mágico fenómeno radica, según Clifford Irving -otro de los protagonistas del documental-, en la existencia de un «Mercado del Arte». Sin mercado, no hay mercancía, ni transacción, y por tanto tampoco lugar para el fraude. Así que la culpa es de los buhoneros, que se empeñan en poner precio al Arte.

Los así llamados «expertos» (galeristas, marchantes, etc.) constituyen para De Hory una casta que no sabe distinguir un original de una copia. Son timadores profesionales (como él, pero sin talento); gentes que han aprendido a decir lo que se esperaba de ellos cuando se esperaba que lo dijeran, y nada más. Y los museos serían esos lugares donde una copia -si la colgáramos el tiempo suficiente- se convierte en un original.

Desde este punto de vista, el mundo del Arte estaría poblado por prestidigitadores. Y precisamente así se presenta Orson Welles, ataviado con el uniforme del mago convencional -guantes blancos incluidos- y dispuesto a engañarnos cuanto sea posible -aunque siempre por nuestro propio bien-.

Mirarse el ombligo

Porque esa es su labor. Como cineasta, tiene la obligación de engañarnos, construir un mundo a nuestra medida, hacernos soñar.

Lo aprendió muy pronto, este Welles, pues ya en 1938 armó la que armó con esa «Guerra de los mundos» radiofónica. Y no se rindió: con esta «F de fraude» construye un gran caleidoscopio verosímil en el que uno no sabe qué creerse. Ni los personajes -demasiado caricaturescos para ser reales-, ni los escenarios -entre la España cruda y el ensueño bretoniano-, ni las historias narradas -Picasso erecto en su ventana- parecen verdaderos. Lo que sí hay es un despliegue de magia y sensualidad que no se ha visto en otros documentales. Asombra la sencillez con la que Welles lo ensambla todo, o mejor dicho, la facilidad con la que el espectador agrupa las ideas, descubre sus vínculos profundos y construye una visión propia -única, singular-, con la ayuda de Welles.

Considerarse timador supone establecer una distancia con respecto al resto del mundo. Uno ha de ser más astuto, más ágil y más encantador que nadie. Welles lo consigue. Quizás llevara años intentándolo -es posible- ya que dejó sin terminar las dos películas anteriores a la que nos ocupa (una de ellas era «Don Quijote», por cierto) -como dejó otros muchos proyectos en el aire a lo largo de su carrera-. Pero el caso es que lo consigue.

Parece que Welles buscaba la magia allí donde se encontrara, y si no la encontraba, desistía. La encontró en la «Guerra de los mundos» (¡qué duda cabe!), en su «Ciudadano Kane» (¡¡Rosebud!!), y también en su histriónico Falstaff («Campanadas a medianoche»). Probablemente, si buscamos, encontremos magia en toda su obra. Y probablemente, en ésta, que fue, para el caso, su última película, como por arte de magia, se explicó a sí mismo.

Trilero. Fulero. Genio colosal.