De la televisión

En estos días inciertos para las televisiones públicas -ya sean de rango nacional o autonómico- debido a los recortes presupuestarios y otras amenazas que pesan sobre ellas, creemos que conviene reflexionar acerca de la función social que estas instituciones desempeñan. Con tal propósito, mencionamos a continuación algunos puntos que consideramos clave a la hora de decidir sobre su futuro y/o fijar prioridades en cuanto a programación se refiere.

Contexto histórico

Los medios oficiales de comunicación siempre han existido. Si nos remontamos lo suficiente, podríamos incluso considerar que los rapsodas y aedos de la Grecia clásica -que narraban, al ritmo de la música, las aventuras de Ulises y compañía- cumplían una función de divulgadores de la Ética y la Moral oficiales. Pero, sin hilar tan fino, podemos fácilmente remontarnos a los tiempos de los Reyes Católicos y encontrar medios de comunicación de corte oficial que -potenciados por el invento que revolucionaría el mundo: la imprenta- conseguían hacer llegar al pueblo aquella información que los poderosos consideraban de interés. Evidentemente, este tipo de prensa -los «mercurios», que se llamarían después- se encontraba sometida a un férreo control por parte de los gobernantes que la sufragaban.

Aunque la prensa clandestina -subversiva- creció paralelamente a la prensa de corte oficial, no fue hasta el siglo XVIII que los periodistas -o gacetilleros- empezaron a gozar de cierta autonomía, estableciendo las bases del libre periodismo. Y fueron las revoluciones sociales de finales del XVIII (Revolución Francesa, Estados Unidos…), con sus nuevos sistemas de gobierno -República, Democracia, Monarquía parlamentaria-, las que crearon el campo de juego en el que la prensa se está debatiendo desde entonces.

Principios

  • El poder es del pueblo

En un Estado democrático, como el español, la Soberanía es popular. Aunque se trate de una Democracia representativa -ya que delegamos en ciertas personas para que se encarguen de la gestión estatal-, los ciudadanos tenemos voz y voto en las cuestiones públicas.

  • Para valorar es preciso saber

Es imposible opinar sobre algo que se desconoce. Preguntar a un analfabeto si «hucha» se escribe con hache, no tiene sentido. Del mismo modo, preguntar a un ciudadano si está a favor o en contra de una política de la que jamás ha oído hablar resulta ridículo.

  • Los medios de comunicación crean comunidad

Comunicar significa «poner en común«. Los medios de comunicación sirven para poner en común ideas, hechos, emociones, etc, de modo que un determinado grupo de personas se convierta en una comunidad.

  • Informar, formar y entretener

Las funciones básicas de un medio de comunicación, en un Estado democrático son, por orden de prioridad, las de informar, formar y entretener. Informar para que el ciudadano pueda participar en la vida pública, lo cual es su derecho. Formar para que sus decisiones estén basadas en argumentos sólidos, por el bien de todos. Y entretener, porque el ocio -el juego- forma parte de la esencia humana tanto como el negocio.

  • Vigilancia social

Del mismo modo que, en sociedades complejas, compuestas por millones de personas, delegamos en ciertos individuos y colectividades para que se encarguen de la administración del Estado, también delegamos en otras para que se encarguen de vigilar esa administración e informarnos de lo más relevante: los periodistas.

  • Independencia, libertad e integridad

Para que la información que llegue al pueblo sea útil y no esté contaminada por intereses de cualquier índole, el periodista debe ser independiente de cualquier presión ideológica, libre para expresar sus opiniones, e íntegro en el desarrollo de su labor, conforme a los Códigos Deontológicos de la profesión.

  • Empresa frente a Estado

Si bien a un medio de comunicación privado se le debe exigir que, en sus informaciones, respete la verdad de los hechos, no se le puede exigir que informe, o que forme. Habrá, por ejemplo, en la esfera privada, medios de comunicación totalmente orientados al entretenimiento y esto no es condenable. En cambio, los medios de comunicación públicos -pagados con los impuestos de los ciudadanos- nacen con una vocación de servicio público, es decir, nacen con la función primordial de informar, con verdad, con independencia, con rigor; con la función de formar; y con la función de entretener, si fuera menester. Los dirigentes políticos deben garantizar la efectividad de este servicio público y para ello -para asegurar su total independencia- deberían alejarse por completo de su gestión.

  • Información regional

En una sociedad plural, en un «Estado de las Autonomías», los medios de comunicación públicos deben reflejar esta pluralidad y propiciar el acceso de todos los ciudadanos, de cualquier región del país, a la información pública. En este principio se basa la existencia de las televisiones autonómicas, por ejemplo, puesto que su función es cubrir en detalle los acontecimientos de la región en que se hallen.

  • Desarrollo socio-económico y cultural

Los medios de comunicación son vehículos de cultura y agentes dinamizadores del desarrollo socio-económico. Al abrigo de una televisión pública, por ejemplo, nacen multitud de empresas dedicadas a labores tan diversas como la construcción de decorados, la grabación de música, la formación de actores, o la iluminación de exteriores. Una televisión potencia el tejido empresarial de una región, crea cientos de puestos de trabajo y diversifica las áreas laborales: es riqueza.

Medidas

Últimamente,  se están adoptando diversas medidas desde la esfera política que van en detrimento de los medios de comunicación públicos. Por ejemplo, se ha modificado la Ley que regulaba el nombramiento del Presidente de Radio Televisión Española. Se ha despedido a 1200 trabajadores de Canal 9. Se ha aprobado un proyecto de Ley que permite a las Autonomías privatizar sus televisiones públicas. Y se han realizado sangrantes recortes presupuestarios, sin mencionar los conocidos impagos por parte del anterior Gobierno del Principado de Asturias a RTPA, que ya se están dirimiendo en los Tribunales y amenazan con hundir la cadena y con ella a decenas de empresas.

Por otra parte, la muy deficiente gestión de algunas televisiones por parte de sus responsables ha llevado a la quiebra técnica y -lo que es peor- al descrédito de estas instituciones. La ciudadanía ha perdido la confianza en los medios de comunicación públicos y ha olvidado que son una herramienta útil a su servicio.

Prioridades

Ante una situación de crisis como la actual, es fundamental fijar prioridades, de modo que se pueda distinguir lo prescindible de lo imprescindible y así reorientar las políticas. Las televisiones públicas son imprescindibles para garantizar la participación ciudadana en la gestión pública. Si se pierden las televisiones públicas, se pierde la Soberanía popular. Su programación puede ser objeto de variaciones -parte de ella será prescindible-, pero una televisión pública siempre tendrá que atender al mandato que la legitima. A tal objeto, proponemos:

  • Que se mantenga la titularidad pública de todas las televisiones públicas.
  • Que se ajuste su dimensión en función del tamaño de la población a la que presten servicio. Esto podría implicar un recorte en las horas de emisión.
  • Que los contenidos primen la información -en sus múltiples géneros: noticia, reportaje, crónica, documental…- y la formación, en detrimento de contenidos de entretenimiento (series, reality shows, eventos deportivos…)
  • Que los contenidos sean producidos por la propia plantilla de la televisión, o por empresas de su área de influencia, con especial presencia de las pequeñas y medianas.
  • Que se potencie la colaboración entre distintas televisiones con el fin de compartir contenidos que tengan interés fuera de sus respectivas áreas de influencia. Esto se traduce en una eficaz reestructuración de la Federación de Organismos de Radio Televisión Autonómicos (FORTA).
  • Que se modifiquen los Estatutos de las televisiones públicas de modo que sus Consejos de Administración no estén compuestos por políticos, sino por notables procedentes de las Universidades y por periodistas de reconocido prestigio que garanticen la independencia del medio.
  • Que se pulse la opinión de los trabajadores de las distintas cadenas y se implementen mejoras propuestas por ellos.
  • Que se modifique la legislación de Derechos de Autor en un sentido que permita y promueva la utilización por parte de los ciudadanos de los fondos documentales de las televisiones públicas.
  • Que la gestión de las televisiones esté permanentemente sometida a auditorías externas, de modo que se garantice la transparencia en la contratación y la eficiencia de las inversiones.
  • Que se depuren responsabilidades por vía penal de las gestiones anteriores.

Todo lo anterior se ha dicho en referencia exclusiva a las televisiones públicas y no aspira más que a ser un análisis somero de la situación y una propuesta de mejora. Si quisiera hacerse hincapié en el estado actual del periodismo en España, habría que hablar sobre la transparencia -la opacidad- de la Administración, sobre el despotismo de algunos dirigentes (que celebran ruedas de prensa en las que no se admiten preguntas), sobre la precaria situación laboral de los trabajadores, sobre el intrusismo laboral y sobre otras mil cuestiones que exceden los límites de este editorial y que pueden leerse en manifiestos de las Asociaciones de Periodistas, o de Reporteros Sin Fronteras. Y es que, del mismo modo que el ciudadano tiene derecho a ser informado, también tiene el deber de informarse.

Culpables

A lo largo de la segunda mitad del siglo pasado se ha tratado de sistematizar los trastornos de la personalidad en grandes síndromes y en más de una ocasión se ha hablado de la depresión -o de la ansiedad- como la «enfermedad» mental -o emocional- más importante del momento. A esto se han añadido estadísticas para hacernos ver que nadie está a salvo de cualquiera de esos cuadros conflictivos.

Cada vez hay más personas que caen en un estado depresivo importante, o que entran en crisis agudas de ansiedad, sin conocer el motivo de los mismos. Pero siempre hay un motivo. A veces es consciente o reactivo de una situación concreta, pero otras su etiología es inconsciente.

La mayoría de los conflictos de personalidad, estados depresivos, o crisis de ansiedad, provienen de la capacidad que algunas personas tienen para sentirse culpables, lo cual genera una tendencia inconsciente al auto-castigo.

Vivimos en una sociedad de la que no podemos sustraernos. En esta sociedad hemos nacido, hemos sido criados, educados y condicionados, y por tanto, todo lo que ha influido en nuestra biografía también lo ha hecho en nuestra personalidad.

El hombre es culpable de lo que le ocurre -enfermedad, sufrimiento,  muerte-, por haber contravenido las leyes que imperaban en el Paraíso. Eso -de manera inconsciente- es algo que llevamos adherido a nuestra existencia y potencia -sin darnos cuenta- y –en muchas ocasiones- se traduce en un sentimiento de culpabilidad.

Por otro lado, subliminalmente, existe la lectura relacionada con el tabú sexual. Esta lectura dice que el mal que ha generado el hombre al privarse de la vida eterna -y de su morada en un continuo paraíso- es su deseo sexual. De ahí la cantidad de conflictos de esta índole y los frecuentes sentimientos de culpabilidad y frustración que muchos padecemos respecto a nuestros propios deseos y necesidades en este ámbito tan natural del ser humano.

¿Quién no conoce el mito de Adán y Eva, la Serpiente y el Paraíso? La cultura cristiana ha generado una sensación de desfondamiento precisamente con este mito. Ambos conceptos –sexo y culpa- están siempre presentes en el mundo en que vivimos y han sido ampliamente tratados, tanto por la filosofía, como por la teología, o incluso la literatura.

El sentimiento de culpabilidad inconsciente se encuentra encerrado en esa zona de la personalidad que Sigmund Freud llamó el “Ello”, y con frecuencia tiene una réplica en la conciencia en forma de autocastigo. Pensemos, como ejemplo, en algunas situaciones que viven muchos seres humanos y que con frecuencia nos resultan inexplicables desde el punto de vista de la lógica: Personas que -sin desearlo- continuamente se implican en situaciones que les acarrean cientos de problemas; personas que se niegan el éxito, teniendo todo a favor para conseguirlo; personas con una actitud negativa hacia la pareja, a la que aman con fervor… Son reacciones aparentemente contradictorias, que llevan en la mayoría de las ocasiones al individuo a una negación de la felicidad –o al menos de una felicidad temporal: la única forma de felicidad posible para los seres humanos-.

Existe otro factor que suele generar sentimientos inconscientes de culpa: el chantaje emocional. Con frecuencia, este chantaje es involuntario y producto de una necesidad de protección exagerada hacia la persona a la que se chantajea; o bien consecuencia de una actitud egoísta del que chantajea. Por ejemplo, esas madres que -para que los hijos tengan los comportamientos deseados- se quejan de sufrimiento moral o físico cuando esos mismos hijos no ceden a sus requerimientos. O esa mujer -o ese marido- que entran en estado de melancolía cuando la pareja es capaz de disfrutar de su propio espacio.

Pero también existen los chantajes conscientes, voluntarios, muy sutiles y contaminantes. Estos se realizan con plena actitud, casi maquiavélica, por parte del chantajista y siempre para tener dominado al chantajeado. Suele ocurrir con más frecuencia en relaciones de pareja y en relaciones laborales. En estos casos, el chantajeado, si es persona de carácter débil, acaba por crearse sentimientos de culpa que le llevan a debilitarse todavía más y a manifestar comportamientos auto-punitivos.

Descubrir los propios sentimientos de culpabilidad inconsciente lleva a la persona a lograr una autonomía de pensamiento y acción, a alcanzar la confianza en sí misma, a aumentar su autoestima y -sobre todo- a dejar para siempre la tendencia al autocastigo, lo cual generará una calidad de vida emocional que le permitirá dirigir su propia existencia.

Entusiastas

El entusiasmo es ese furor, esa exaltación, que sentimos cuando nos topamos con algo que nos maravilla. Decía el doctor Marañón que «la capacidad de entusiasmo es signo de salud espiritual». Y no seremos nosotros quienes le contradigamos.

Para el entusiasta, el Universo entero se apaga y emerge entonces, como unidad brillante, su objeto entusiástico. Puede ser cualquier cosa, un árbol en la estepa, la risa de un niño, los colores de una pluma, el sello impreso a dos tintas, o una idea revolucionaria. El entusiasmo es libre, infinito, y cada uno es atrapado por él a través de objetos diferentes.

Mirado sin entusiasmo, el mundo parece, en cambio, «vengarse de nosotros volviéndose mudo, erial e inhóspito» (Ortega y Gasset). Aquello que nos entusiasma es lo que nos permite vivir, lo que nos da fuerzas, porque «siempre es más fecunda una ilusión que un deber». Movidos por el entusiasmo, somos capaces de cualquier cosa, no hay responsabilidad ni mandato que se le compare: el sacrificio deja de ser tal y se convierte en minucia. Y sin él, no somos nada.

Al entusiasta, sin embargo, se le confunde con el loco. Quizás sea por esto mismo, porque, preso de excitación, el entusiasta no repara en peligros o dificultades; el miedo no existe para él, como tampoco el dolor o el pesar. El entusiasmo es éxtasis puro -en su definición etimológica-, es trascendencia.

Treadwell

Timothy Treadwell era un entusiasta. En su caso, fueron los enormes osos grizzly de Alaska quienes consiguieron «arrebatarle». Durante 13 años convivió con ellos en su territorio, sin armas, solo, en estado salvaje. Este «guerrero amable» -como él se denominaba-, supo imponer su presencia pacífica a unos animales a los que adoraba -en el sentido estricto de la palabra- y por los que habría muerto sin dudar.

Durante el invierno, Treadwell viajaba por escuelas de Estados Unidos impartiendo charlas a los niños y cuando se aproximaba el verano, instalaba su campamento en Alaska -compuesto por poco más que una tienda de campaña- y se dedicaba a convivir con los osos. Sus propósitos no quedaban del todo claros, ya que no era un biólogo que estudiara el comportamiento de la especie, no era un director de cine que editara sus propios documentales, y tampoco era, en el sentido estricto, un activista que presionara para modificar las políticas de conservación. No era nada de esto, y sin embargo, lo fue todo, porque creó una fundación llamada «Grizzly People» -que se dedica a la defensa y preservación de los osos-, porque se convirtió en un importante referente para la Etología -nadie como él había realizado semejante trabajo de campo- y porque durante los últimos tres años documentó en vídeo -minuciosamente- sus estancias en Alaska.

Treadwell era, como decimos y ante todo, un entusiasta. No sabía muy bien por qué o para qué, pero sabía que quería estar allí. Lo deseaba tanto, que su propia vida se convirtió en un precio asequible. Y no es que no conociera los peligros de vivir con osos. No es que no tuviera miedo. Es, simplemente, que el miedo no le impidió hacer lo que quería hacer.

Treadwell murió en el año 2003, devorado por un oso. Pero, durante sus últimos trece años de vida -no antes-, llevado por el entusiasmo, entregado a él -rendido- fue, a pesar de dolores y desdichas, frente a miedos, penurias, calamidades y agonías, lo que popular, sencillamente se conoce como una persona feliz.

Herzog

Werner Herzog es uno de los directores de cine más importantes del mundo. Con decenas de películas a sus espaldas, es difícil que alguien no haya visto alguna de sus obras. «Aguirre, o la cólera de Dios» y «Nosferatu» -con el polémico Klaus Kinski como protagonista en ambas- quizás sean las más célebres, pero su extensa producción de documentales es verdaderamente remarcable.

«Grizzly Man», rodado en el año 2004, analiza la figura de nuestro entusiasta. Narrado con voz en off por el propio Herzog, el documental se adentra en la historia personal de Treadwell a través de sus propias grabaciones de campo. Las imágenes de Treadwell son -ni que decir tiene- impresionantes. Constituyen un documento único de contacto con los osos y un verdadero elogio a la grandeza de lo salvaje.

En cuanto a entrevistas y declaraciones, éstas son sencillas, pero decisivas: amigos y familiares de Treadwell, profesionales de diverso corte y un inquietante médico forense que, en conjunto, ofrecen un contexto moral para la actividad del «guerrero amable». Pero Herzog no se limita -y esto es muy característico en este documental- a utilizar los «cortes finales», es decir, las declaraciones limpias, sino que también incluye imágenes de los entrevistados -y del propio Treadwell- en los momentos de preparación antes de la entrevista, en las tomas falsas, etc. De este modo, lo que consigue es crear una película desnuda y honesta, que busca comprender en profundidad, sin juzgar, dialogando.

El espectador

Y el espectador reacciona. Lo excesivo de la conducta de Treadwell es interpretado como demencia y rechazado, su éxtasis criticado, denostado, y toda su figura cuestionada. Parece que, al buscar justificación racional a sus acciones, nosotros, adultos pragmáticos, perdemos la posibilidad de entenderlo. Porque el entusiasmo no se entiende. No se justifica. No se razona o argumenta. El entusiasmo se experimenta.

Treadwell entusiasmado era un niño: insolente, imprudente, radical. Y como el niño que todos fuimos, pura vida.

 

Confianza

En las «terapias de grupo» a menudo se realiza el siguiente ejercicio: uno de los pacientes se coloca de espaldas a sus compañeros y se deja caer, con la esperanza de que ellos lo sostengan antes de chocar contra el suelo. El ejercicio trata de poner a prueba y reforzar su confianza. El grupo siempre lo sostiene, sin excepción, pero el paciente no siempre consigue reunir la confianza necesaria para entregarse a sus compañeros.

El ejercicio se repite varias veces con cada persona y es progresivo, es decir, el grupo cada vez tarda más tiempo en rescatar al paciente, dejan que se aproxime más al suelo antes de sujetarlo.

Hay un punto crítico que demuestra la verdadera confianza en el grupo. Si uno se deja caer de espaldas -hagan la prueba-, puede oscilar unos 45 grados antes de perder definitivamente el equilibrio. A lo largo de esos 45 grados de inclinación, se pueden tomar medidas correctoras, es decir, doblar el cuerpo, echar un paso atrás -arrepentirse- pero, más allá de ese punto, la colisión contra el suelo, si no hay alguien para sostenernos, resulta inevitable. Es el punto de no retorno. Traspasar ese punto significa entregarse de verdad. Confiar.

Confianza aplicada

«Capturing the Friedmans» (2003) es el título del primer documental del estadounidense Andrew Jarecki. Narra la historia de una familia de clase media-alta de Long Island que, de la noche a la mañana, se ve envuelta en una turbia trama policial. Acusado de abusos sexuales a menores, el padre, Arnold Friedman, se enfrenta no sólo a una condena equivalente a la cadena perpetua, sino muy especialmente al linchamiento público.

Sin pruebas concluyentes, más allá de retazos de verdad, declaraciones inconexas y toneladas de prejuicios, la familia se esfuerza por entender lo que sucede y -quizás con ese propósito- graba en vídeo buena parte del proceso. El espectador asiste así, en primera persona, al desplome de una familia modelo, al derrumbe de todo un sistema de valores cuya base principal era (es) la confianza mutua.

Precisamente de eso, de confianza, habla la película. Y lo hace de tal modo que es el propio espectador quien la experimenta: des-confianza en los acusados, des-confianza en los acusadores, des-confianza en el proceso legal, en los abogados, en los detectives, des-confianza en los jueces, y des-confianza, en definitiva, en el conjunto de la especie humana.

Pero nada hay más duro que desconfiar de las personas más cercanas. Desconfiar de tu padre… Desconfiar de tu marido, de tu hijo… Uno no puede vivir así, no se puede sufrir tanto. Por eso, cuando el paciente (el hijo, la mujer, el hermano) se entrega, cuando ha alcanzado un cierto punto -de no retorno-, cuando uno ya ha puesto toda su vida en manos de los demás -cuando se ha rendido- no es posible recapitular, retractarse, echar marcha atrás.

Aunque todo el mundo te diga que estás equivocado.

Y aunque mueras en el intento.

 

Entrevista al director (en inglés)

Web oficial

Fuerzas de la Naturaleza

Hablemos de Bunbury. Porque hablar sobre un único documental, en este caso, es quedarse corto. Sería como pretender que todo el mar, que todos los océanos y los ríos y los lagos y torrentes, y manantiales, pozas, cuencas, estuarios, cirros, nimbos y hasta nubes lenticulares cupieran en una copa. No caben. Me dirán que todos son agua -y es cierto-, poco más que hidrógeno y oxígeno en diversos estados, y que -la parte por el todo- una copa son todas las copas. Pero, visto así, tampoco las personas somos mucho más que alma y materia en descomposición, así que mejor no simplifiquemos.

Nada que objetar, no obstante, a «Porque las cosas cambian». Es un documental correcto en su género, profusamente documentado y coherente. Cuenta con la participación de figuras importantes en la carrera de este célebre «entretenedor» (como él mismo se define) y aporta datos que, incluso a los seguidores mejor informados pueden sorprender. Se echa de menos la aportación de Juan Valdivia, quien fuera guitarrista de Héroes del Silencio, y quizás un acercamiento más personal por parte del director (Javier Alvero) a la figura de Bunbury, una mayor profundidad en el análisis, un estudio de lo que en realidad representa este artista, pero todo no se puede tener.

¿Y qué representa?

Bunbury es la voz de toda una generación, y no sólo de una generación de españoles, sino de una generación de hispanohablantes. Sus seguidores, que se cuentan por millones, se extienden desde Tierra de Fuego hasta Tijuana, pasando por Aravaca, Berlín o Aichi (Japón). Las letras de sus canciones son aprendidas de memoria, coreadas en sus matices más nimios, y sus acordes estampados en internáuticas partituras pirata que circulan, aún hoy, entre las carpetas de los párvulos aprendices de ser humano.

Su gallardía, respetuosa pero irreverente, valiente hasta la temeridad, culta, tierna, ha sido el modelo para miles de conducirse con desaire en un mundo regido por la pompa vana y el corsé. Su feroz sacrificio, silenciado, menospreciado, ha insuflado bravura a raudales ante la abnegación y el abatimiento de la masa informe, ha animado en el sentido estricto de la palabra, ha investido de espíritu al individuo acallado e inconsciente de sí mismo.

Los temas que trata en sus composiciones hablan del mundo en sí, de la traición, de la soledad, del encanto, la pureza, de la muerte en vida, del desgarro… Dios, mundo y hombre en todas sus combinaciones y siempre un extrañado observador impaciente, sufridor agónico, que no puede más que ofrecer humilde testimonio para quienes quieran escucharlo.

Sí, y también ha unido a músicos de diversas estirpes. Y músicas de distintas eras. Su viaje por los sones ha involucrado ya a numerosas bandas de muy distinto corte. El circo, el cabaret, las músicas negras, las indígenas, folk norteamericano, ritmos electrónicos, bolero, ranchera, cumbia, aires orientales -del Próximo y del Lejano-, y por supuesto rock & roll conforman un repertorio en el que lo raro es encontrar dos canciones que suenen igual. De hecho, la banda que en estos días acompaña a Bunbury -los llamados «Santos Inocentes»- encuentra graves dificultades para adaptar músicas que ni siquiera fueron compuestas pensando en la actual configuración de instrumentos. Son grandes músicos, pero Bunbury resulta inasible.

Este perpetuo reinventarse -que sí fuera convenientemente señalado en el documental- convierte a nuestro histrión en Maestro. Y es que, hoy en día, no hay una figura equiparable en el panorama musical hispanoamericano, ni en repertorio, ni en seguimiento, ni en coherencia, ni en trayectoria. Bunbury, para orgullo de sus seguidores y acrimonia de sus detractores -que los tiene a espuertas, como buen histrión-, ocupa actualmente el trono de la música en español.

Lo audiovisual y lo humano

Y su visibilidad es máxima, pero siempre elegante. Incluso en su lidia con las majors, jamás se ha prestado al amarillismo. Su trabajo ha estado siempre en el centro de atención y su vida personal, siempre reservada. Incluso el reciente nacimiento de su hija Asia, fruto de su relación con la fotógrafo Jose Girl, ha sido relegado, con honrosas excepciones, al cuarto oscuro de la intimidad (¿y quién no quiere enseñar las fotos de sus hijos?).

Frente a esa discreción, la producción videográfica en torno a Bunbury es impresionante. En su haber quedan decenas de vídeos que han contado con la participación de directores como Juan Antonio Bayona («El orfanato»), con tecnologías como la grabación 3D -suyo es el primer concierto grabado en 3D en España- y se han sumergido en ambiciosos experimentos creativos, como un mediometraje de ficción para su último disco, «Licenciado Cantinas».

Podría creerse que, a ese nivel -al suyo-, todo es más fácil. Pero, no nos engañemos, no es cuestión de dinero, sino de muchísimo trabajo. Para hacernos una idea pensemos que, desde que los Héroes del Silencio volvieran a unirse en la gira del año 2007, Bunbury no sólo ha sido padre, sino que ha editado cuatro discos -con sus respectivas giras-, ha colaborado en la grabación de videoclips, de documentales como el que nos ocupa, y ha participado en incontables proyectos creativos (sus redes se extienden desde un sello discográfico hasta una editorial de libros de poesía), además de conceder cientos de entrevistas a medios de toda índole. En menos de cinco años. Su frenético ritmo parece no entender de limitaciones corpóreas.

Y es que Bunbury es una fuerza de la Naturaleza: imparable, inevitable, incombustible, inexplicable, irreductible. Por eso -desde nuestra posición de indígenas curiosos, semiadaptados a este medio caprichoso-, a esta Fuerza, como a las demás, como al Sol, a la Noche o al Magnetismo, nos conviene, si no comprenderla -porque no llegamos-, al menos, sí idolatrarla.

Entrevista Rolling Stone marzo 2012

Web oficial

Combinado de glorias

Wim Wenders es uno de los grandes directores europeos. Sus películas son bien conocidas en según qué círculos, aunque completamente ignoradas en otros. Quizás las más famosas sean «El hotel del millón de dólares» -con actuación de Mel Gibson y banda sonora de U2- «El cielo sobre Berlín» -con Bruno Ganz y Peter Falk (Colombo)-, «Lisbon Story» -con la banda portuguesa Madredeus- y el documental que hoy nos ocupa, «Buena Vista Social Club».

«Buena Vista…» en principio trata sobre la gira que en 1998 realizó un grupo de música cubana formado por viejas glorias, grandes maestros olvidados, alrededor del mundo. Rescatados por el guitarrista y productor musical estadounidense Ry Cooder, figuras como Compay Segundo, Ibrahim Ferrer o Rubén González obtienen, octogenarios ya, poco antes de morir, el reconocimiento que merecen.

Canciones arrancadas del recuerdo popular y sentidas en carne propia cobran forma en estas voces pulposas y densas, curtidas durante décadas de puros habanos aliñados con ron. En este sentido, el documental es un testimonio insustituible. Registra esos momentos tan especiales que tuvieron lugar en el estudio de grabación, durante los ensayos, los preparativos, las actuaciones…

Pero Wim Wenders no se conforma con cubrir el evento, él siempre explica el mundo alrededor, o por lo menos lo retrata. Mediante entrevistas a cada uno de los componentes del grupo, accedemos a una perspectiva de Cuba que nunca antes se había plasmado. Es una visión en la que castristas y anti-castristas estarán de acuerdo, en la medida en que Wenders observa la sociedad cubana sin juzgarla. No se centra en las bondades o vilezas del Régimen, ni en la pobreza o riqueza económica de la isla, sino que nos invita a conocer el modo de vivir de sus gentes. Preeminentes cantantes como Ibrahim Ferrer se ganan la vida limpiando zapatos, pero exhalan una clase de felicidad muy difícil de encontrar por estos lares.

Y esto es lo que consigue Wenders, hablar de lo uno y de lo otro, al mismo tiempo, en la misma imagen, en el mismo espacio. Así, no sólo talento es capturado, sino carácter, creencias, relaciones, habitación, transporte, educación, y en definitiva todos los elementos que configuran el mapa de una cultura. No es la música cubana la retratada en este documental: es Cuba misma. Y, por contraste, el mundo entero.

*Durante un tiempo peligrosamente indeterminado, el documental completo se puede ver en Youtube. No os lo perdáis.

De pena (¡qué desastre!)

«Escuchando al Juez Garzón» es premio Goya 2012 a mejor largometraje documental. Si uno lo viera así, de primeras, sin saber que lo dirige Isabel Coixet, estaría tentado de decir: «¡vaya cagada!». Pero, si uno piensa un poco más allá y recuerda alguno de los trabajos anteriores de la directora catalana -«Mi vida sin mí», «Mapa de los sonidos de Tokio»…-, es posible que encuentre un mensaje detrás de semejante desastre. O, por lo menos, se convencerá de ello, de que tiene sentido, de que todo está hecho adrede, porque no puede ser que a Coixet se le haya olvidado lo que parecía haber aprendido y que al Jurado de los Goya se la hayan dado con queso. Vamos a explicarnos.

El documental, por lo pronto, es una entrevista, ya que no incluye más documento que las palabras del Juez y las de su interlocutor, Manuel Rivas. Dividida en varios temas clave, aborda la trayectoria profesional de Garzón y su supuesta persecución por parte de altos estamentos públicos y privados. El Juez habla con corrección, con prudencia y los hechos que señala -profusamente documentados por la prensa y conocidos por todos- claman al cielo. Resulta muy interesante escuchar la perspectiva personal de quien instruyó casos tan sonados como el GAL, muchos de los procesos contra ETA, la acusación a Pinochet, o buena parte del caso Gürtel y ahora se encuentra inhabilitado para ejercer. Sin duda, darle la palabra a Garzón tiene sentido.

A nivel de realización, en cambio, el «documental» no podría ser peor. Está grabado a tres cámaras en lo que parece ser un salón-comedor, con los protagonistas sentados a una mesa -frente a frente- y un ventanal de fondo. Los fallos de grabación son tan evidentes que cualquiera puede percibirlos. Por ejemplo, el fondo -la calle- está «quemado» (como se dice en la jerga), de modo que no sólo no se ve lo que hay fuera, sino que la luz «se come» la silueta de los interlocutores. Es un efecto horrible, que cualquier estudiante de Imagen sabría corregir (simplemente, se trata de iluminar más el interior, de modo que se pueda cerrar el diafragma de la cámara). Por su parte, la cámara que capta los planos cortos del Juez parece estar operada por un niño: planos mal encuadrados, movimientos nefastos, zoom in y out imprecisos y erráticos y además foco y diafragma en «automático total», con los consiguientes errores: desenfoques, cambios bruscos de luz, etc.

Por si esto fuera poco, los cortes en los «totales» (en las declaraciones) se notan estrepitosamente, se atenta contra la regla de los 30º, y el blanco y negro «lavado» con el que se presenta la cinta hace sospechar, no una licencia poética como algunos podrían pensar, sino un frágil intento por ocultar las distintas colorimetrías de las cámaras, consecuencia de un balance de blancos mal hecho.

En resumen, una realización de pena.

Pero claro, es Isabel Coixet, esta mujer sabe de cine, lo ha demostrado antes. Así que tenemos que pensar que todos estos errores son intencionales. Y ¿por qué querría cometerlos? ¿Por qué el Jurado de los Goya se los ha perdonado? La respuesta ha de ser simple: porque la directora está dialogando con el espectador, no sólo sobre la figura de Garzón, sino -paralelamente- sobre la función y posibilidades del cine, sobre las prioridades del documental, sobre la propia cultura visual del espectador. Está diciendo que, en el documental, lo que ha de primar es la palabra dicha, la historia, y que lo demás es secundario y quizás también que los efectos debemos dejárselos a los cineastas -a los de ficción- y que cualquiera que tenga acceso a una declaración con interés debe plasmarla -en la Era de la reproductividad-, sin necesidad de ser periodista, y vaya usted a saber qué más.

Le ha salido bien la jugada, a Coixet. El jurado ha sabido ver el mensaje oculto en las connotaciones visuales de la película. Es cierto que resulta muy incómoda de ver, pero hay que dejarse llevar. Pensemos que la forma es también contenido («el medio es el mensaje», que decía McLuhan) y el contenido, en este caso, merece la pena.

O quizás nada de esto sea así y resulta que ese día Isabel Coixet le dio la cámara a su perro, porque estaba indispuesta. Que cada uno piense lo que quiera.

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Dylan y el corsé

«Quien no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo» (It’s Alright Ma, Bob Dylan)

Este truhán, este astuto oportunista que es Bob Dylan, aceptó en el año 2005 que se rodara un documental sobre su vida. No es la única película a propósito de su ajetreada trayectoria (ahí tenemos ese nefasto «I’m not there»), pero sin duda es la mejor. Dirigida por Martin Scorsese, «No direction home» ofrece la más completa panorámica que se podría concebir sobre este polémico artista, en tanto en cuanto no se limita a recopilar su obra, o a ofrecer datos de su biografía, sino que retrata toda una época de convulso cambio social alrededor de él. Es una película culta, maravillosamente documentada, crítica, incisiva, rabiosamente actual y profunda.

Tras un recorrido inicial por su infancia, su Iron Range natal -un pequeño pueblo al Norte de Estados Unidos, casi lindando con Canadá-, el documental se adentra en el viaje de Robert Zimmerman (auténtico nombre de Dylan) desde el anonimato hasta la cumbre que pocos años después ocuparía. El suyo es un viaje guiado por la curiosidad; es hambre voraz; sed de identificar aquello que destaca a ciertas personas sobre todas las demás. El propio Dylan reconoce que lo que a él más le interesaba, en los conciertos a los que acudía, eran los ojos de todos aquellos artistas: unos ojos que decían «yo sé algo que tú no sabes».

De este modo, de la mano de Dylan el «expedicionario», el documental rescata verdaderos tesoros musicales, relegados hoy a un rincón del trastero de la industria.

Pero Scorsese no se queda ahí. No se limita a redescubrirnos a un Woody Guthrie, o a una Odetta en la cima de su carrera, sino que sigue a Dylan en su desarrollo personal y nos muestra, tras esa primera etapa de búsqueda y autoafirmación, a un enjuto chico judío de Minessota -de quien se afirma que hizo un pacto con el Diablo- componiendo canciones como quien respira. Y como quien respira también, convirtiéndose -sin proponérselo- en aliento para toda una generación de jóvenes que anhela un nuevo mundo -son los 60- y toma partido frente a la guerra de Vietnam, por los movimientos raciales, feministas, etcétera. Así, canciones suyas como «Hard Rain» o «Blowing in the wind» se erigen en himnos de su tiempo, son fagocitadas por movimientos de izquierda que, ávidos de iconos, encuentran en Dylan y en su «amiga especial», Joan Baez, un espejo amable, donde mirarse sin horrorizarse.

Pero Dylan no es como el resto, su lucha no es esa: él hace Arte, no política. Él se resiste con todas sus fuerzas a ser absorbido por el discurso que todo lo simplifica, a calzarse el corsé de activista de izquierdas; para él, «no existe tanto la izquierda o la derecha, sino más bien arriba o abajo» y tiene claro hacia dónde quiere ir. Dylan no quiere el corsé. Y eso le cuesta caro.

Incomprendido, se expone entonces a los abucheos de un público que espera Folk y encuentra Rock, a las críticas de militantes que se sienten traicionados porque ya no va a las manifestaciones, a la denuncia de la moral puritana (¿qué son esos pelos?), a la condena de unos medios de comunicación que luchan en vano por convertirle en un mono de feria… Se convierte en enemigo de todos, simplemente por mantenerse en su postura. Y es aquí donde la película de Scorsese brilla intensamente, con luz propia. Porque el documental ya no va sobre un cantante, o sobre una época de luchas sociales, no es que recupere un magnífico catálogo de estilos musicales, trazando puentes entre ellos, sino que contempla a la sociedad -a la Humanidad, si nos apuran- y le dice «¿qué estás haciendo?». Los fans, que no entienden nada, las ruedas de prensa, como protocolo, las ciegas militancias -y los ciegos militantes-, los estereotipos de las estrellas de rock, la lucha entre estilos musicales, la creación de identidades conforme a las demandas del mercado, la avaricia… Y por supuesto, la libertad y su precio.

Bob Dylan no canta mejor que nadie, no toca mejor que nadie, no compone mejor que nadie. Pero, eso sí, ilustra este mundo necio y enloquecido mejor que nadie. Con la ayuda de Scorsese.

  

Psiquiatría, cienciología y mala vida

«Odio ser bipolar: es una experiencia maravillosa» (Chascarrillo popular)

La CCHR (Comisión Ciudadana en Defensa de los Derechos Humanos) es un «grupo de presión» -o «lobby», si se prefiere- vinculado a la Iglesia de la Cienciología. Su objetivo, desde su constitución en 1969, es investigar y denunciar violaciones de los Derechos Humanos en el campo de la Psiquiatría. Cuenta con unas 300 sucursales en todo el mundo.

En el año 2006, este grupo de presión publicaba el documental propagandístico «Psiquiatría: una industria de la muerte» el cual, como su nombre indica, ataca a esta rama de la Medicina. CCHR tacha a la Psiquiatría de pseudo-ciencia, la alinea con el nazismo, con las peores dictaduras y guerras de la Historia, con el asesinato, el genocidio y la tortura; acusa a los psiquiatras de narcotraficantes… Y lo peor de todo es que tiene motivos para ello.

Desde sus primeros orígenes, vinculados a los manicomios y casas de orates, la Psiquiatría no sólo se ha mostrado altamente ineficaz para sanar a los pacientes, sino que además sus técnicas han estado estrechamente vinculadas al dolor físico, a la mutilación y a la merma de capacidades del individuo -electro-shock y lobotomía son dos buenos ejemplos de esto-. Por otra parte, la reclusión y el tratamiento forzosos del enfermo -como consecuencia de su falta de juicio- la convierten en una disciplina autoritaria e ineluctable.

Si, después de esos primeros años -o siglos- de «tanteo», la Psiquiatría se hubiera convertido en lo que anhelamos que sea, es decir, en una Ciencia que diagnostica, trata y cura enfermedades reales, quizás podría disculparse su desmañado origen. Pero, desgraciadamente, no es así. Y ya no es porque lo diga esta película, que denuncia una «invención» continua de nuevas enfermedades sin más fundamento que el de la venta de narcóticos (por intereses comerciales y de control social), sino porque la Psiquiatría está, aún hoy, absolutamente desorientada. Y es muy peligrosa.

En esta entrevista, el psiquiatra gijonés Guillermo Rendueles denuncia con contundencia la actual situación de la Psiquiatría. Asegura, basándose en sus 30 años de ejercicio, que hoy en día se prescriben toneladas de narcolépticos para males que no tienen base médica, sino social, económica, o existencial. La desintegración del tejido familiar y de las redes sociales -y no nos referimos precisamente a Facebook, sino más bien al grupo de amigos de toda la vida- han provocado que las personas acudamos al médico, al psiquiatra, en busca de un apoyo que no le corresponde prestarnos. Y el psiquiatra, motivado por diferentes intereses -entre los que destaca el económico- prescribe antidepresivos y ansiolíticos a mansalva. El paciente no se cura -pues no hay cura médica contra la infelicidad-, pero afronta su cruda situación personal con una distancia que le permite sobrellevarla.

No incurriremos aquí en el mismo error que el «documental» al que nos referimos. Ni se nos ocurriría afirmar que la enfermedad mental no existe y tampoco demonizaremos a un sector completo, respetable, como el de los psiquiatras, porque no lo merecen. Muchos de ellos se esfuerzan por sanar a sus pacientes del mejor modo posible, investigan las causas de sus males, son íntegros, competentes, cabales. Los trastornos mentales son una realidad muy dura que afecta no solo a los pacientes, sino muy especialmente a sus familiares. Y negar que estos trastornos existen, o que muchos especialistas están comprometidos en su cura, sería tremendamente injusto. Pero hay que poner las cosas en su contexto. Y para ello, la entrevista a Rendueles -cuya lectura recomendamos enfáticamente- y este documental -cuyo visionado recomendamos con menos énfasis- pueden resultar útiles, siempre y cuando no nos volvamos locos y nos dé por hacernos cienciólogos.