Las fascinantes mujeres de Bergman
¿Cómo habría sido la película “Persona” si Bibi Andersson no hubiese interpretado a Alma *, y cómo habría sido mi vida si Liv Ullman no se hubiera hecho cargo tanto de mí como de Elisabeth Vogler *? ¿O “Un verano con Mónica” sin Harriett Andersson?
(*personajes de “Persona”)
En el cine de Ingmar Bergman, la mujer deja de ser receptáculo de fantasmas masculinos y proyección de deseos masculinos; deja de ser, y para siempre, la prostituta psíquica –obligada, servil, mantenida- para ser la mujer. Liv Ullman, Bibi Andersson, Harriett Andersson, Ingrid Thulin, Gunnel Lindblom, Eva Dahlbeck, son bellas por y para sí mismas, no para los hombres, ya sean éstos guionistas, directores, productores o la vastedad de los espectadores.
Habla con acentos platonizantes y baudelairianos el paradigmático bohemio español Alejandro Sawa: “Yo miro con infinita ansia hacia la mujer porque de su colaboración aguardo la arribada a la plenitud de los tiempos, la santa Pascua de la dignificación humana. El hombre, en su egoísmo vesánico, ha lisiado el ideal cortándole un ala, la mujer. Yo clamo a ti.” Reverberantes se dejan oír los ecos del mito aristofanesco, expuesto con poesía y también con ironía en “El banquete”, del ser primigenio y completo, esférico –y por tanto perfecto-, mas demediado luego por Zeus en castigo a su impiedad y soberbia y condenado así a la desgracia y a la búsqueda eterna de la parte que le fuera arrancada y hurtada.
Bergman ve en la mujer el igual mental y social del hombre. En sus películas los diálogos –verbales, corporales y simbólicos- entre mujer y hombre son diálogos de iguales en derechos y deberes, mas distintos en sus percepciones y en sus roles y esto desde la realidad innegable de que sus carnes y sus sexos son distintos, en sentido literal y figurado, y por ende de que lo han de ser también sus psiques.
La mujer de Bergman trabaja generalmente; es por tanto dueña económica de su destino pues la primera emancipación, en nada quimérica o simbólica, es la tangible independencia pecuniaria. La mujer de Bergman es consciente de sus derechos y de su valor; no está supeditada al hombre, no se rebaja ante él, no es mero decorado, contorno o aliño. Se sabe su igual y se quiere compañera, la que comparte. Comparte espacio, decisiones, autoridad, cariño. No es la fámula del hombre, degradada. Posee un proyecto de vida propio, que obviamente no ha de estar reñido con querer compartirlo con un hombre, mas, insistamos en ello, es propio y puede existir y desarrollarse por sí solo. Ahora bien, todo lo anterior no sería posible si esta mujer no gozara de una buena formación que le facilitaran la plática y el trato intelectual y afectivo con el hombre. La mujer de Bergman, en definitiva, ha logrado hacerse con la “habitación propia” por que abogara Virginia Woolf. La mujer libre.
De todo lo anterior puede deducirse que el sistema educativo escandinavo tendrá que haber sido francamente bueno, al menos desde principios del siglo XX, por haber hecho posibles unas féminas de estas características. Ya por aquel momento, en varios vibrantes pasajes de “Cartas a un joven poeta”, Rilke expresa su fe en estos países y cifra en ellos su esperanza en lo tocante a la dignificación de la condición femenina. A este respecto no estaría de más recordar que Sacher-Masoch, creador del masoquismo en literatura, pendant del sadismo, concluye en su paradigmática novela “La Venus de las pieles” que la igualdad efectiva entre los sexos, social y sobre todo emocional -que es la que a él más interesa-, sólo podrá venir de la educación. Y él, desde su sensibilidad extrema, enferma y perversa, es perfecto conocedor de lo que es la desigualdad y cuánto sufrimiento genera.
Ingmar Bergman hace teatro en invierno y cine en verano. Los actores y actrices de sus películas son los que él mismo ha dirigido previamente en el escenario hiemal. Paremos mientes en que el teatro ha sido, desde que la Commedia dell´Arte italiana subiera a las tablas y consagrara a la actriz -esa mujer que interpreta papeles femeninos-, hasta bien entrado el siglo XX, el único campo profesional en que mujeres y hombres han compartido trabajo, sueldo, celebridad y dignidad (o indignidad, cabría decir, las más veces, en siglos pretéritos), en absoluta igualdad. El teatro es en Occidente, desde la edad moderna, auténtica escuela de equiparación de sexos, de igualdad en la libertad. Luego vendrán la ópera -que es teatro, como siempre se encarga de recordarnos el maestro Alfredo Kraus-, la danza y por último el cine.
En esta perspectiva, Bergman aporta al drama unos personajes femeninos, no ya sólo con hondura psíquica y filosófica -que eso ya lo habían hecho los griegos-, sino con igual dignidad social e igual poder decisorio que el personaje masculino. La mujer independiente en definitiva, como ya se ha dicho. El arte como trasunto de una realidad social nueva que toma conciencia de sí misma y que tuvo su arranque en Escandinavia.
Monsieur Thomas, pensador ilustrado francés que medita de forma crítica sobre las costumbres, escribe en 1773 su tratado “Del carácter, costumbres y talento de las mujeres” (el título es ya prometedor pues les atribuye talento). Allí, entre otras cosas, escribe lo siguiente: “Sus virtudes son forzadas, sus satisfacciones tristes e involuntarias; y después de algunos años se hallan con una vejez larga y horrorosa.” Monsieur Thomas habla de las mujeres esclavizadas del Extremo Oriente y del mundo mahometano. Ahora bien, en toda sinceridad, ¿no cabe pensar que la tal descripción pueda aplicarse a la mujer en general, a toda mujer, independientemente de tiempo, espacio y cultura? Es más, concretando, podría corresponderse a la perfección con la mujer española, a falta de la mezquindad, tal y como la describe Blanco White o tal y como se halla en las novelas de Galdós o de Clarín. ¿No es también la mujer que puebla el cine negro americano –excelente por otra parte-, condenada a amar o a hacer que ama a un gángster, violento y sanguinario, o a un duro, machote y justiciero detective, o por el contrario mujer fatal que arrastra al hombre a su perdición y condenación? Mujer siempre dependiente… Incluso en el cine de Buñuel, espléndido, la mujer es tan sólo el objeto de sus fantasmas; es siempre mujer referida a él como hombre que es.
En el imaginario masculino la mujer es o bien infantil y desvalida o bien fatal; o tontita o muy peligrosa.
Bergman emancipa resueltamente a la mujer en el cine, rescatándola de esa auténtica maldición bíblica de la mujer-serpiente, tentadora, la que ofrece la manzana y con ello pierde al hombre; la mujer que es una “lagarta”, otro reptil; la mujer-mantis religiosa que, tras seducirlo arteramente, devora al macho durante la cópula; la mujer-sirena cuyo canto cautivador atrae al hombre para destrozarlo; la mujer-hechicera a imagen de Circe que convierte al varón en cerdo; prototipos y símbolos todos ellos que tan bien han cuadrado al otro sexo para justificar sus demasías, injusticia y sometimiento de la fémina. A propósito de la mujer-bruja, oigamos al siempre interesante Cervantes en “El coloquio de los perros”: “… porque lo que se dice de aquellas antiguas magas, que convertían los hombres en bestias, dicen los que más saben, que no era otra cosa sino que ellas con su mucha hermosura y con sus halagos atraían a los hombres de manera a que las quisiesen bien, y los sujetaban de suerte sirviéndose dellos en todo cuanto querían que parecían bestias.” Y, haciéndole pendant, Mateo Alemán, por boca del áspero y montaraz Guzmán de Alfarache, nos cuenta que “Dicen de Circes, una ramera que con sus malas artes volvía en bestias los hombres con quien trataba cuales convertía en leones, otros en lobos, jabalíes, osos o sierpes, y en otras formas de fieras; pero juntamente con aquello quedábales vivo y sano su entendimiento de hombre, porque a él no les tocaba. Muy al revés lo hace agora estotra ramera, nuestra ciega voluntad, que dejándonos las formas de hombres, quedamos con entendimiento de bestias”.
Tras este leve excursus por nuestro Siglo de Oro, volvamos a las mujeres de Bergman.
“El silencio”. 1962. Gunnel Lindblom e Ingrid Thulin, como actrices principales. Habla el propio Bergman: “… habíamos decidido ser desenfrenadamente impúdicos. Ahí hay una voluptuosidad cinematográfica que aún contemplo con alegría… Además las actrices eran brillantes, disciplinadas y estuvieron casi siempre de buen humor… Que “El silencio”, en cierto modo, fuese su desgracia, eso es harina de otro costal. La película las convirtió en codiciados nombres en el mercado cinematográfico internacional. Y el mercado extranjero, como de costumbre, malinterpretó la peculiaridad de sus talentos.” No es necesario especificar cuál es ese “mercado extranjero”, ¿verdad? Gunnel Lindblom protagoniza una áspera secuencia de sexo con un desconocido en un país extranjero -¿una ficticia Yugoslavia o una ficticia Albania, quizá?- y en la oscuridad de un teatro, si no voy errado en mi recuerdo. El “mercado extranjero”, superficial, tan sólo retuvo de aquel largometraje el sexo, descontextualizándolo y, claro está, desacralizándolo. La gran belleza de ambas actrices hizo el resto en eso de “malinterpretar la peculiaridad de sus talentos”, posiblemente porque de ese talento, del auténtico, quería saber bien poco. A título de ejemplo ilustrativo pensemos, aunque se trate de un hombre, en el actor bergmaniano Max Von Sydow (“¿Cómo hubiera sido “El séptimo sello” sin Max Von Sydow?”, se pregunta Bergman con ánimo de elogiarlo). Tras cruzar el charco, ¿qué ha hecho que sea interesante, que valga la pena?, ¿”El exorcista”?
Preguntémonos cómo es la mujer hollywoodiense, obligándonos así a sintetizar quizá demasiado, a forzar y simplificar, ciertamente, pero esto es inevitable. En lo físico: rubia, sexy, bastante maquillada, belleza y medidas estándar, un ente bastante estereotipado. En lo psíquico: mujer generalmente urbana, más bien superficial, seductora, generalmente sofisticada; profesionalmente, secretaria o rica por herencia o artista o furcia (son muchos los personajes de prostitutas por la atracción que ejercen sobre el hombre, que es quien suele manejar los hilos del cine); un ente también aquí bastante estereotipado que, quizá esto que sigue sea lo más importante, cifra su razón de ser en la relación afectiva con el hombre, generalmente en términos de dependencia.
Ahora preguntémonos por la mujer bergmaniana. En lo físico: gran naturalidad, no es necesariamente rubia por muy escandinava que sea, atractiva y bella aun no siendo ni un bombonazo ni un sex symbol, pues precisamente esas belleza y atracción entroncan con su psique, no son meramente físicas. En lo psíquico: gran naturalidad aquí también; pudiendo ser urbana y siéndolo generalmente, se muestra no obstante cercana al campo, a la naturaleza; honestidad y coherencia afectivas; conciencia de los propios sentimientos; connivencia e incluso satisfacción con su ser más íntimo, aun en situaciones de sufrimiento; emparejado con ello, fortaleza moral e integridad; intelectual a veces y nunca intelectualoide -que eso se quede para las mujeres del cine francés-; laboralmente, la profesión liberal mayormente o empresarial o artística. En definitiva, autenticidad y aquí entronca lo físico con lo moral: es bella sobre todo “desde dentro” pues esa conciencia íntima de su dignidad personal irradia al cuerpo. En la relación afectiva con el otro sexo, sobresale el deseo de complementariedad, el afecto sincero y la igualdad.
Perdóneseme el tono, pero la cosa no es baladí ni frívola a pesar de las apariencias y es como sigue: que de una actriz bergmaniana nunca se dirá que “está buena” pues ello las reduciría a tan sólo un cuerpo y, por tanto, las cosificaría, cuando ellas son mucho más.
Dicho todo lo anterior, es el momento de hacer una aclaración y es que igualdad no es sinónimo de armonía; es más puede incluso ser motivo de disonancia en tanto que dos voluntades libres pueden chocar y aun repelerse. El cine de Bergman no presenta precisamente situaciones, relaciones o vínculos de entendimiento y paz, sino más bien, en su intimismo y penetración en las relaciones entre los sexos, de lucha, conflicto y guerra. Sí, pero en ese enfrentamiento, incluso a cara de perro, la relación dramática se establece entre un hombre y una mujer libres e iguales, no entre un varón y su criada. Esto es lo que importa a nuestro discurso.
Hay algo muy significativo y que abunda en cuanto llevamos dicho, que es el gran número de películas de Bergman en que ellas, o bien son las únicas protagonistas y ellos quedan en un segundo plano, relegados y casi extranjeros, o bien, cuando menos, ellas son las protagonistas indiscutibles. Se trata de: “Tres mujeres”, 1952; “Un verano con Mónica”, 1952; “Sueños”, 1954-55; “En el umbral de la vida”, 1957; “Como en un espejo”, 1960; “El silencio”, 1962; “Persona”, 1965; “Gritos y susurros”, 1971; “Cara a cara…al desnudo”, 1975. Todo ello constituye la quinta parte de la prolija producción de Ingmar Bergman. Incluso en largometrajes que no encajan dentro de estas características, como puedan ser “Fanny y Alexander”, se recrea, en palabras del autor, “un mundo en que hay un dominio masivo de las mujeres”.
En la recensión crítica que Pasolini lleva a cabo de “Gritos y susurros”, describe así el físico y las circunstancias vitales de sus personajes femeninos, que, por otra parte, como él mismo declara, aun sintiéndolos ajenos, le cautivan: “…de glúteos, senos, pantorrillas monumentales, y sin embargo tan débiles, como elefantes heridos que buscan desorientados su cementerio…” Sus palabras pueden inducir a confusión; entre otras cosas tanto Bibi Andersson como Harriett Andersson, presente ésta en la película en el papel de hermana enferma, son menuditas y, en cualquier caso, nunca una actriz de Bergman es gruesa o hercúlea, salvo la excepción de Kari Sylwan, en el papel de criada, precisamente en este largometraje. Mujer corpulenta donde las haya, exhibe en un determinado momento esos senos y esas pantorrillas monumentales que parecen obnubilar a Pasolini y llevarle a tomar una parte -excepcional- por el todo –habitual-. Otra explicación posible es que Pasolini proyecte en lo físico las virtudes interiores que tanto atraen en esas actrices, en esos personajes femeninos, en esas mujeres, revistiendo simbólicamente sus cuerpos de medidas titánicas. En lo psíquico, habla de “debilidad”, de “herida”. Y es que el cine de Bergman, como hombre de teatro que es, no lo olvidemos, es heredero de esas obras con esos personajes de la burguesía decimonónica, dolientes e insatisfechos, que pueblan la dramaturgia de Strindberg, Ibsen y también Chéjov.
Oigamos al propio Bergman glosando la presencia femenina en la película “En el umbral de la vida”, por ser sus palabras válidas y aplicables a toda su producción: “Lo más importante seguirán siendo las actrices. Cómo en la mayoría de las situaciones tensas, las actrices mostraron presencia de ánimo, imaginación y una inquebrantable lealtad. Capacidad para reír en la aflicción. Fraternidad. Consideración.” Y añade, con respecto a los actores: “Los actores son por cierto un capítulo aparte y no sé si soy lo bastante competente para aclarar su influencia en el nacimiento y el aspecto final de mis películas.”
Liv Ullman: maternal, acogedora, lúcida, sensata, íntima. Es el vientre.
Bibi Andersson: solar, alegre, cordial, cariñosa, fraternal, fresca, alígera, gran sentido del humor. Los senos.
Ingrid Thulin: adusta, parca, cerebral, severa, agobiada, clarividente, adivinatoria, prudente, rigor intelectual. La mirada. Como Atenea. Como su lechuza.
Harriett Andersson: frágil, lunar, inestable, solitaria, distante, misteriosa, impenetrable, arcánica. La nuca.
Gunnel Lindblom: sensual, saludable, frutal, carnal, curiosa, felina, arrogante, dominadora, retadora, satisfacción siempre insatisfecha. Los muslos.
Eva Dahlbeck: elegante, señera, irónica, estable, ponderada, respetable, organizadora, facilitadora, didáctica. El talle.
Para acabar, dejémonos hechizar por un exaltado Rimbaud en la “Segunda carta del vidente”: “Cuando se haya quebrado la infinita servidumbre de la mujer, cuando viva para ella y por ella… ¡la mujer también será poetisa! ¡La mujer encontrará lo desconocido! ¿Diferirá su mundo de ideas del nuestro? La mujer encontrará cosas extrañas, insondables, repugnantes, deliciosas; las tomaremos, las comprenderemos.”
Sin embargo, según Platón, en el proceso transmigratorio de las almas, quien haya vivido comportándose bien, alcanzará el astro que se le asignara; quien mal, se convertirá en mujer; y si se mostrara contumaz, en bestia. Nos cuenta Lévi-Strauss de una tribu de la áspera y árida Rondonia brasileña en que, cuando muere un hombre, su alma halla acomodo en las carnes de un animal noble y en que, cuando muere una mujer, su alma va ascendiendo por el aire, descomponiéndose poco a poco, volatilizándose, hasta desaparecer por completo.
Frente a ello, el poeta Louis Aragon proclama que “la mujer es el porvenir del hombre”, entendiendo por “hombre” tanto el sexo masculino como la especie humana.
Para Bergman es ya el presente. Y Rimbaud, el propio Bergman y la mujer se funden en un abrazo de tres, fraternal.
Mariano Aguirre
Actor, dramaturgo, productor teatral y director de “La Troupe del Cretino”.
Francisco Sánchez…
…Paco de Lucía.
El valor de algunos documentales se encuentra a nivel estético, cuando en ellos se incluye imágenes muy bellas, o una edición muy original, por ejemplo.
En otros, hallamos su valor a nivel conceptual: nos hacen llegar a conclusiones nuevas, o modificar nuestra perspectiva sobre algo.
Pero existe otro tipo de documentales, que no destacan a ninguno de estos dos niveles -ni estético, ni conceptual- y que son igual de valiosos que los anteriores. Se trata de los documentales que destacan, precisamente, a nivel documental.
«Francisco Sánchez, Paco de Lucía» es uno de estos documentales. Sus imágenes no son especialmente llamativas, no aspira a innovar en aproximaciones, ni narrativas -de hecho no se ha proyectado en cines, sino que ha sido concebido para la televisión-. Pero consigue esa magia inaccesible que a veces se esconde tras la verdad de las cosas.
No en vano, a este tipo de películas -a éstas que hablan de «lo que pasa en realidad»- se las denomina «Documentales». Son más «documento» que cualquier otra cosa: más «documento» que «Arte» -aunque haya entre ellas verdaderas obras maestras-. Más «documento» que «entretenimiento» -aunque muchos documentales sean muy amenos. Y más «documento» que «reflexión» -aunque algunos documentales cambien literalmente el modo de pensar de millones de personas-.
Sin documento, sin testimonio, no hay documental.
«Yo me alejo de todo lo que me recuerde a Paco de Lucía» – dice Francisco Sánchez-. Y es cierto. En la hora y media que dura la película, el espectador puede constatar que el guitarrista es una persona solitaria, sencilla, muy trabajadora y celosa de su intimidad. Es la primera -y probablemente la única- vez que permite a un equipo de grabación acercarse de este modo a su vida cotidiana y a su modo de obrar. Y por eso, tratándose de Paco de Lucía, Maestro incuestionable, Grande de todos los tiempos, Mito viviente, Artista universal, la cinta adquiere más valor documental -si cabe- que otras piezas de museo.
Tu quoque, fili mi
«También tú, hijo mío». Éstas fueron las últimas palabras de Julio César, dirigidas a Bruto, justamente antes de morir apuñalado a sus manos y a las de otros senadores que reivindicaban la República.
Ayer, una noticia coronaba todas las portadas de los diarios. Urdangarín, imputado por corrupción.
«También tú, hijo mío»…
Marco Junio Bruto, algunos años antes, había sido perdonado por César (por motivos que no vienen al caso), nombrado Gobernador de la Galia y nominado para Pretor. Su traición hacia él, hacia su Rey, hacia su padre casi (la madre de Bruto era la amante de César), ha quedado grabada en las páginas de la Historia como el paradigma de la bellaquería. Y no es para menos.
Precisamente ahora
Las arcas públicas están vacías. Una tasa de desempleo del 20 por ciento (cinco millones de parados) es suficiente para hacer tambalearse a cualquier país. La deuda española crece y cabe la posibilidad de que no podamos afrontarla. La gran mayoría de la población subsiste con sueldos que apenas cubren sus necesidades básicas y los políticos anuncian y aplican recortes en prácticamente todos los servicios públicos: Sanidad, Educación, Servicios Sociales… Los funcionarios han sufrido rebajas en sus salarios; no hay trimestre sin ERE; y sectores económicos completos han asistido a su propio derrumbe. La fuga de cerebros ya no es «fuga», sino «estampida». Así que la situación, en suma, no podría ser peor.
También tú
Y los casos de corrupción inundan las páginas de los periódicos. De hecho, ya apenas queda sitio en el mapa de España de la corrupción. Se trata de una práctica tan habitual que nadie parece extrañarse.
Queda, al menos, la sensación de que los jueces están haciendo bien su trabajo, que actúan con independencia y rigor, independientemente del puesto que ocupe el corrupto en cuestión. No obstante, igual que sucede con las cucarachas, por cada corrupto que sale a la luz, cientos aguardan en la sombra. Robando a manos llenas, sin ser vistos, a cara de perro.
Hijo mío
Pero Urdangarín… Urdangarín no, por favor. Que robe el yerno del Rey no tiene perdón. Si la figura de la Monarquía ya sólo tiene valor testimonial -simbólico- porque la Familia Real ni gobierna, ni legisla, ni juzga, lo mínimo que se puede pedir es que no robe. A España le cuesta aproximadamente ocho millones y medio de euros al año mantener este símbolo y los paisanos hacemos la vista gorda todo lo que podemos. Porque sí, porque nos interesa que la Familia Real sea tan pulcra y perfecta como a todos nos gustaría ser. Porque ha de ser la familia que esté más cerca de Dios -de la pureza- y la Patria que encarna no puede -no debe- ser menos sagrada.
Bruto acabó suicidándose. Al estilo de Áyax, el héroe griego que -por engaño de los dioses- asesinó a sus prójimos: se lanzó contra su propia espada. Aunque el mal, por mucho honor que entrañara ese gesto, ya estaba hecho.
Amy Winehouse. Su muerte como paradigma (y 3)
Sweet union, Jamaica and Spain (I´m no good)
Bajo el título “La autopsia revela que Amy Winehouse no consumió drogas (a la hora de su muerte)”, en el ABC del 24 de agosto del 2011, a propósito de su óbito, tan reciente aún en aquella fecha, escribe Marcelo Justo lo siguiente: “El mito necesitaba drogas, alcohol y excesos: la fórmula popularizada hasta la muerte por el rock y los 60. Pero el informe de toxicología halló que la muerte de Amy Winehouse no se amoldaba a ese paisaje de talento y destrucción.”
Hoy, 27 de octubre, la prensa nos informa de que, como reza la noticia en El País, “el vodka mató a Amy Winehouse”. Firma desde Londres Walter Oppenheimer, quien asegura: “Ese trágico y temprano fallecimiento ha convertido a Amy Winehouse en un mito cultural.”
Hasta el Romanticismo eso de morir joven no es ningún mérito a la hora de enjuiciar a un artista. Tampoco lo es el que se quite la vida. Desde los albores del siglo XIX, sí, convirtiéndose en valores añadidos y, a veces, injustamente desde el punto de vista crítico, en valor, en valor tout court, en valor a secas.
El Romanticismo inaugura, en lo artístico, el mundo contemporáneo y el artista se convierte en un enfermo dentro de una nueva sociedad industrial, neurotizada, que vuelve la espalda al campo y a la tradición, aliena las transacciones sociales en modo extremo y enajena la producción de objetos así como las relaciones entre hacedor, producto y comprador. En este contexto, a partir del Romanticismo, desde muy dentro de él, nace el malditismo con su carga de marginalidad y de desviación de la norma, cifrándose en locura, homosexualidad, consumo de estupefacientes, rebelión, pobreza extrema o miseria moral, etc. como expresiones de la desazón y angustia vitales del artista, que es instrumento e intérprete de una civilización fuera de quicio. La bohemia y el suicidio, a ser posible temprano, son sus culminaciones, aquélla como forma de vida y éste como forma de muerte.
El creador, en cualquier caso, ha de sufrir mucho. Llora, se autocompadece y se quita de en medio. El joven Werther.
Así las cosas, retrospectivamente, se valorará en lo vital mas también indefectiblemente en lo artístico, a creadores de épocas pretéritas que se ajusten al nuevo patrón: Villon, delincuente y homicida, carne de horca; el Tasso, que murió en el manicomio de Reggio Emilia; Caravaggio, de vida airada, etc. Todo cuanto repugnó al siglo anterior, a los ilustrados, es ahora ensalzado. “Nous voulons déraisonner”, dirá un Alfred de Musset insurrecto ante las pelucas empolvadas, la Razón proclamada Universal y el ilusorio ídolo descarnado del Ser Supremo.
Somos aún partícipes de este, llamémosle así, prejuicio y, en mi opinión, si existe una cierta animadversión hacia Víctor Hugo es porque vivió mucho y disfrutó mucho también. Longevidad y felicidad. No se le perdona. Nerval, en cambio, su amigo, se ahorcó (eso está mejor) por una noche de invierno, con su corbata, en la calle de la Linterna de un París que ya no existe, tras abandonar la casa de orates en la que estuvo recluido y en la que, con ansia, esperaba cada noche el sueño para reencontrarse con sus seres queridos y creer en la vida eterna.
Picasso y Modigliani, o incluso, descabalando un tanto las cronologías, Picasso y Van Gogh. El italiano y el holandés, qué duda cabe, bañan en el aura romántica de dolor y desesperación. Picasso no tiene esa aura atormentada; tiene tras de sí el cielo inmenso y feliz de Juan-les- Pins.
Lo que hemos dado en llamar “prejuicio” genera un estereotipo. Todo estereotipo es un riguroso lecho de Procusto en que acostar y, aunque sea a fortiori, ajustar el objeto de nuestras preferencias para que la realidad se conforme como un guante con elastane a nuestros deseos, voluntades o ideas preconcebidas. Si el objeto, la persona, el artista en este caso, sobresalen, se les comprime o mutila hasta que encajen en el tálamo; si se quedan cortos, se los descoyunta para estirarlos y que cuadren, ocupando todo el espacio, sin holgura alguna. En la morgue del tópico literario y biográfico tumbamos el cadáver de Amy para que, dentro de las coordenadas malditistas, su vida y su muerte sean ejemplares. El cliché confirma nuestras creencias y nos tranquiliza.
Amy Winehouse. “Mito cultural” por su “trágico y temprano fallecimiento” (El País). “Mito” por “drogas, alcohol y excesos” (ABC). Bien. Está el patrón y están las reglas. Amy debe coincidir a la perfección con aquél y seguir éstas al pie de la letra. Ahora bien, escribe Marcelo Justo que, ya que al parecer no murió de sobredosis, “la muerte de Amy Winehouse no se amoldaba a ese paisaje de talento y destrucción.” Esta afirmación podría llevar a pensar a un lector ingenuo que “talento y (auto)destrucción” han de darse la mano e incluso colegir que quien se autodestruyera mediante la droga posee talento, es un artista. Dicho modo de ver las cosas está muy arraigado, máxime desde la irrupción del rock, en nuestra visión idealizada del artista y de su relación con las drogas y somos albaceas, por no decir reos, de las biografías turbias de un Hölderlin, de un Coleridge, de un Baudelaire, de un Verlaine, de un Rimbaud, de un Bécquer, de un Larra, del malditismo al fin y al cabo y de la literatura en definitiva.
Siguiendo con nuestro lector ingenuo, podría incluso pensar que bastaría con ser desgraciado para ser artista (“¿Quién no escribió un poema huyendo de la soledad?”, que certeramente cantaba Mari Trini) o que, para crear, haya que drogarse o beber mucho. El pintor y escritor-poeta Henri Michaux, sin embargo, experimentó en sus carnes, casi científicamente podría decirse, esto es en condiciones experimentales (con “grupo experimental” y “grupo de control”: él mismo en situaciones distintas y en tiempos distintos), la creación bajo los efectos del peyote mescalina y la creación exenta de estupefacientes, con objeto de compararlas y extraer deducciones. Llegó a la conclusión de que la droga no aportaba nada, como mucho exacerbaba algunos fenómenos o agudizaba la sensibilidad en algunos extremos y poco más y que en cualquier caso no creaba ex nihilo. En otras palabras la creación reside en el creador.
George Bernard Shaw manifiesta su opinión al respecto: “All the drugs, from tea to morphia, and all the drams, from beer to brandy, dull the edge of self-criticism and make a man content with something less than the best work of which he is soberly capable. He thinks his work better, when he is really only more satisfied with himself… To the creative artist stimulants are specially dangerous.” Así pues, según el autor irlandés, alcohol y drogas rebajan la auto-exigencia del artista y por tanto pueden rebajar la calidad de sus producciones. La droga sería una adulación peligrosa y subrepticiamente insidiosa que va en detrimento del empeño artístico.
Nadie como Thomas de Quincey ha llevado tan lejos ni con tanta fruición, ni de una manera tan regular, paciente y duradera, la introspección del drogadicto en su droga, hasta el punto de que cabría llamarlo el “Montaigne del opio”. Una de las conclusiones a las que llega, y que es la que aquí nos interesa, es aquélla que rebate el espejismo según el cual la droga nos tornará creadores. No, nunca. Y así, bajo los efectos del láudano el artista soñará con arte y el boyero con bueyes. La droga no obra milagros. No sólo no obra milagros, sino que más bien obra contra-prodigios. De ello nos advierte un Baudelaire depauperado por el abuso de paraísos artificiales, al decirnos cómo siente que el ala de la imbecilidad ha rozado su mente.
No, Amy no es mejor. Ni por el crack ni por el vodka, ni por sus desafueros. Por mucho que sus letras reflejen su vida, atroz, tristísima. Su sensibilidad, su sentido del ritmo, ¡su voz!, les son del todo ajenas. Es más: drogas, alcohol, desatinos y estragos le hurtaron la voz, cercenaron su espíritu creativo y menguaron su memoria ¡antes de haber cumplido los veintiocho años! La robaron a sí misma. La animalizaron, primero, y “vegetalizaron” después para postrarla, inerme, irremediable e irreversiblemente derrotada.
Mariano Aguirre
Actor, dramaturgo, productor teatral y director de “La Troupe del Cretino”.
Privatizar
Cuando se recurre a un tratamiento mediante electro-shock, se pretende que el paciente renuncie a su conducta perniciosa, a sus trastocados valores y a su memoria, en último término, con el fin de reconstruirlo desde la nada, de hacerle -al fin- «entrar en razón». Esta metáfora es en la que se apoya la escritora Naomi Klein para sostener que los grandes dirigentes de hoy -políticos, económicos…- operan con las sociedades de un modo semejante. En un estado de crisis [de shock]- declara- el ciudadano renuncia a sus valores y es más propenso a aceptar atentados contra sus derechos.
Los directores ingleses Michael Winterbottom y Mat Whitecross llevan a la gran pantalla en «La doctrina del shock» las ideas de la popular pensadora canadiense. Este documental de ritmo -quizás demasiado- acelerado, plantea que la intención de estos gobernantes es la de conducirnos a la privatización absoluta, en concordancia con las ideas del profesor de la Escuela de Chicago Milton Friedman.
Esta total privatización, tendría como consecuencia un capitalismo despiadado que no corregiría en absoluto las desigualdades económicas. Y produciría sistemas sociales que se desentenderían de las víctimas de catástrofes naturales, por ejemplo, y que no velarían por los derechos a la vivienda, a la educación, o a la atención médica de sus ciudadanos. Nada descabellado, parece.
«La doctrina del shock» aporta ejemplos históricos precisos de este devenir. Construye un discurso coherente y arroja un mensaje optimista que incita a la acción popular. Pero está claramente alineado en el sentido de los movimientos antiglobalización y eso ha de restarle influencia entre aquellos espectadores posicionados en el otro sentido.
El debate entre lo público y lo privado ha causado varias guerras, no es nuevo, y no se resolverá fácilmente. El modelo marxista fracasó con las dictaduras soviéticas y el modelo smithiano ha demostrado sobradamente su incapacidad para distribuir calidad de vida entre las mayorías. A falta de un sistema perfecto, se impone utilizar el sentido común. Podrían plantearse algunas cuestiones básicas, a partir de las cuales construir un modelo: ¿qué es mejor, un sistema con jueces públicos, o uno con jueces privados? ¿Un sistema que garantice la atención sanitaria, o uno que lo supedite al poder adquisitivo? ¿Un ejercito privado, o uno público? ¿Un sistema educativo indiscriminado, o uno discriminatorio?
Pero quizás la pregunta más inquietante que este documental suscita en el espectador sea: «Si el Estado deja todas sus competencias en manos de empresas privadas, ¿de qué sirve el Estado?»
Theroux el bravo
Con su cara de mosquita muerta y su enjuta condición física, Louis Theroux no suscita ningún miedo. Quizás compasión, simpatía o -como mucho- ternura, pero miedo no, de ninguna manera. No obstante, cuando empieza a lanzar preguntas, todo el mundo se pone en guardia.
Theroux, por si no lo conocen, es un periodista de la BBC que siempre acaba metiéndose en algún fregado. Graba documentales por todo el mundo en busca de respuestas a cuestiones que podrían parecer obvias pero que, según dónde se planteen, llegan a producir escaras. Por ejemplo, cuando un fundamentalista religioso exhibe una pancarta con la fotografía de la Princesa Diana de Gales, en la que se lee «Puta Real en el Infierno», Theroux pregunta: «¿No crees que eso es un poco ofensivo?.
El tipo de periodismo que practica Theroux ha venido en denominarse «Periodismo Gonzo», aunque quizás este término le reste dignidad a la práctica. La característica del género es su no propensión a la objetividad periodística (porque no la reconoce), sino a una subjetividad honesta. Por ese motivo, en los documentales de Theroux, todo lo que se narra, se narra a través de sus ojos. A él le suceden las cosas, él es la noticia y todo lo demás está alrededor. Sus gestos, sus tropiezos, sus carreras, son la esencia del documental.
Se trata de un periodismo muy ameno y valioso. Ameno porque se basa en el esquema clásico del «pez fuera del agua»: Theroux intentando desenvolverse en ambientes extraños para él; los nativos intentando guiarle en sus complejos códigos de conducta…
Valioso porque la «Observación participante» (término mucho más noble para el trabajo de Theroux) es una técnica reconocida en la Antropología Social y Cultural y arraigada en la Sociología del Conocimiento, que proporciona no sólo información acerca de la cultura objeto de estudio, sino también -y muy especialmente- acerca del proceso mismo de enculturación. Es investigación pura.
Ley y desorden en Lagos
Theroux, además, es un valiente. Pregunta lo que debe preguntar, a quien debe preguntarlo y cuando debe preguntarlo. Y si la respuesta no es satisfactoria, vuelve a preguntar. Y no crean que los lugares que visita son centros de recreo.
Una de sus series, por ejemplo, se llama «Ley y desorden en…» En el capítulo que dedica a Lagos (Nigeria), se granjea la enemistad tanto de las Fuerzas oficiales [del desorden], como de las Fuerzas oficiosas. Paramilitares y mafia en Nigeria contra Louis Theroux, ahí es nada. Y él tan campante.
Pregunta a los comerciantes callejeros si son extorsionados de algún modo, y lo hace en presencia del extorsionador. Y ellos: «No, no, de ningún modo, no, qué va, ¿extorsión? ¿qué es eso?…». Le pregunta al extorsionador, al virrey local, que cuáles son sus funciones, que qué hace por el pueblo al que extorsiona. Al mafioso le falta silbar, nada más, para evitar la pregunta, tal es su entusiasmo. Y Theroux es lo suficientemente hábil como para ser guiado y escoltado por ellos.
Sin duda, vale la pena acercarse al trabajo de este carismático personaje. En un mundo en que los periodistas mueren cada día simplemente por acudir, que uno vuelva a casa ileso, tantas veces, merece ser celebrado.
La pesadilla de Darwin
Se trata de un documental dirigido por el austriaco Hubert Sauper y rodado en Tanzania, a las orillas del Lago Victoria.
Con una superficie de casi 70.000 kilómetros cuadrados, el Victoria es el segundo lago más grande del mundo (después del Lago Superior, situado entre Canadá y Estados Unidos). Las poblaciones que lo circundan basan por completo su economía en él, muy especialmente en la pesca y comercialización de perca del Nilo, una especie no autóctona, sino -según el documental- introducida en el lago pocos años atrás con propósitos científicos. Debido a su gran tamaño y a su inusitada voracidad, la perca del Nilo se ha convertido en la dueña del Lago, acabando en su desarrollo con cientos de especies que la precedieron.
Partiendo de este ejemplo evolutivo, en el que se hace patente la supervivencia del más fuerte, «La pesadilla de Darwin» se adentra en la vida de los habitantes de la zona. Un empresario, un guarda de seguridad, transportistas, pescadores, prostitutas y niños de la calle son los principales protagonistas de la película. El entrevistador, desde una perspectiva extrañada, indaga en la estructura social, en los modos de vida, y se detiene en aquello que le llama la atención, de una manera natural, preguntando casi con inocencia. Por ejemplo, cuando ve que el tráfico de aviones con destino a Europa -cargados de pescado- es muy frecuente, pregunta: «¿Y qué traen los aviones cuando vienen desde Europa?»
La respuesta a esa pregunta, como se verá, es «la muerte». Porque la vida del Lago -que incluye tanto a las especies que lo habitan como a las personas que pueblan sus alrededores- se va, poco a poco, lejos de allí. De este modo, en un bello ejercicio poético, se ve cómo la perca no sólo se está comiendo a los peces más pequeños, sino también a las personas.
El documental contiene imágenes épicas. La del guarda de seguridad mostrando su arco y sus flechas envenenadas. La del harapiento trabajador de ese vertedero convertido en freiduría. La de los niños abalanzándose sobre una olla de arroz o inconscientes, tras inhalar pegamento. Pero, sobre todo, la de la prostituta cantando mientras el piloto ruso se burla de ella, en un gesto de fiereza y rebeldía que reivindica la dignidad y la convierte en himno.
Pero los débiles mueren, para mayor vergüenza de Europa.
Teatro griego y teatro contemporáneo
Teatro sacro
Sin ánimo de ser exhaustivos y esperando no caer en las simplezas del Pero Grullo del buen Quevedo, intentaremos comparar, en algunos de sus aspectos, el teatro griego y el actual, estableciendo así diferencias y semejanzas.
Consideremos como ejemplo Epidauro en su mítica, irreal belleza. El teatro es, en primera instancia, un templo en que tienen lugar una liturgia y una comunión. Desde las gradas de ese incompleto embudo los fieles contemplan, participando empáticamente, el círculo mágico en que, durante un evolucionado e intelectual ritual e invocado tácitamente por actores y coros, descenderá y morará un dios durante unas horas -o al menos durante unos minutos- entre los mortales. Podrá entonces producirse la catarsis que Aristóteles señala para la tragedia.
En cualquier caso el teatro se halla muy próximo aún al rito religioso primigenio y puede hablarse por tanto de espectador-fiel. Luego, poco a poco, el rito irá convirtiéndose -degenerando según Nietzsche con el psicologismo, humanización e individuación crecientes encarnados en Eurípides- en juego y el origen religioso, aunque palpite aún como una brasa en el sustrato más profundo, irá enterrándose cada vez más y haciéndose menos evidente. Similares evoluciones acaecerán con los juegos atléticos -olímpicos o no-, las corridas cretenses, los juegos romanos, el sumo japonés, etc.
En nuestra tan desacralizada sociedad actual, el teatro es juego. En nuestra cultura de masas y teledirigida, el teatro se presenta casi exclusivamente como diversión. Hace poco declaraba Juan Antonio de Villena que el hombre culto ha sido suplantado por el hombre entretenido. A éste podrían añadírsele los adjetivos de amnésico y aturdido. Hoy en día tan sólo la fiesta de los toros consagraría la trascendencia, sería quizá el último espectáculo religioso -en el sentido más lato de la palabra- , ligado además a ciclos naturales, mas actualmente presenta alarmantes síntomas de banalización y va deslizándose por una peligrosísima pendiente de adulteración y pérdida de sus esencias.
Aunque algunas obras alcancen cotas muy altas de espiritualidad -eso sí, desesperanzada- y valga como ejemplo el «Esperando a Godot» de Beckett, el teatro actual y precisamente el teatro del absurdo constituyen constataciones críticas desde dentro de la imposibilidad radical moderna de hacer teatro sacro.
Censuras
Tanto se nos ha inoculado la idea de progreso y tan autosatisfechos nos hallamos de vivir en nuestro propio momento histórico, que erróneamente se tiende a considerar que nuestra época, fruto de la Revolución Francesa, y que tan bien ha consagrado -al menos teóricamente- los derechos del hombre, es la más liberada moralmente y que así lo reflejan sus espectáculos. Sin embargo cuando uno considera el teatro de Aristófanes, tan magníficamente caracterizado y admirado por Víctor Hugo («El inmenso Aristófanes obsceno / Descarado como el Sol»), no puede uno por menos de sorprenderse, desconcertarse e incluso sentir un cierto malestar frente a sus obscenidades, su brutalidad cómica, su franqueza ante los tabúes, sus insultos tan ofensivos y personalizados, así como frente al desenvuelto cinismo de sus personajes. Para probarlo, baste el que, en la edición de la Biblioteca Clásica Hernando, el traductor -bastante melindroso, por no decir cursi redomado- se niegue a traducir -¡vaya un traductor!- determinados pasajes por ofender la moral del büen lector, consagrando así su edición como una paternalista ad usum delphini. La traducción es de finales del siglo XIX; aún no existía la sibilina dictadura de lo políticamente correcto que hemos de padecer en nuestra libérrima sociedad. ¿Cómo encajar en esta perspectiva los improperios que el ateniense lanza contra los homosexuales? Hoy en día tan sólo el desprejuiciado Boadella se atreve, en su desparpajo, con todo.
Temor de dioses (y héroes)
Hay más. Y es que el teatro griego osa incluso mofarse despiadadamente de sus divinidades. Lo hace con total irreverencia para regocijo de los espectadores. En las licenciosas farsas fliacicas los dioses, parodiados, son seres grotescos física y moralmente, rebajados a personajillos de la más baja laya. Esto, para una sociedad, es auténtica salud mental.
En esa estela, escribirá Shakespeare su Troilus and Cressida donde los héroes míticos de la guerra de Troya son escarnecidos, presentados como auténticos mamarrachos.
Técnica de actor
En Grecia, si bien las máscaras ayudaban a mejor proyectar la voz y aún teniendo en cuenta la impecable acústica de los teatros, el actor actúa a pelo, a cielo abierto -carece pues de referencia vocal hacia arriba- y en un espacio de notables dimensiones. El actor trabaja a plena luz y en ocasiones bajo un sol inmisericorde. El actor es, forzosamente, un atleta. ¿Conocían los griegos la técnica de la voz in maschera? Si no, la fatiga vocal sería inasumible. La ópera, que -como siempre ha defendido el irreprochable maestro Kraus- es teatro, sería en esta perspectiva su heredera directa.
No hay focos ni efectos luminotécnicos. No hay milagrosos light off que faciliten las mutaciones escénicas y eviten la exposición al público de los metemuertos. Esas carencias, que no podían ser sentidas como tales por desconocimiento forzoso del futuro, obligaban a aguzar el ingenio. Así pues, y por otra parte, el actor ve al espectador y es de suponer entonces que aproveche este hecho para su trabajo. A este respecto declaraba no hace mucho un actor inglés del reconstruido The Globe londinense que no podía concebir una representación sin ver las caras del público. Otro tanto afirmaría un cómico de Commedia dell’Arte, donde además se interactúa visualmente, cuando menos, con uno o varios espectadores. Compárese el actual espacio ciego, creado por la iluminación, en que el actor hiper-resaltado interpreta ante una silente e impenetrable oscuridad. El griego no puede perder de vista al respetable y, huérfano de toda muleta tecnológica, tan sólo puede confiar en sí mismo. En este sentido cabe hablar de una mayor pureza a favor de los antiguos, qué duda cabe.
Attrezzo – Escenografía – Dirección artística
Si ya Delacroix se lamentaba del realismo de los aparatosos objetos y de los decorados tridimensionales del teatro romántico, frente a la poesía y sutileza de la tela pintada, pues ponían en entredicho las esencias ilusorias del teatro, ¿qué no hubiera dicho de los tecnológicos dei ex machina contemporáneos que llegan a competir con o incluso a menguar el trabajo del actor?
Por otra parte, debido al respeto que el teatro les merecía, es inconcebible que en Grecia hubiera prosperado ninguno de estos embaucadores actuales, tan bien conceptuados por los medios de comunicación, cultivadores rutinarios y convencionales de la gratuita provocación que además, por repetida, previsible y archiconocida, deja de serlo para convertirse en necia obligación. Por mucho que quieran disfrazarlo, será siempre magro puchero de enfermo. Hace poco la mezzo Teresa Berganza, en una entrevista, animaba al público a ser valiente y abandonar los teatros cuando los directores a lo Bíefto se dedicaran a degradar y, literalmente, a exonerar la porción distal de sus intestinos gruesos encima de las obras maestras que los incautos y esnobs poderes públicos les encomendaran. Sería cosa digna de oír los improperios que el desembarazado Aristófanes dirigiría a esta ralea.
El público
Cuando se tratara de tragedia, cabría esperar uno muy emotivo y posiblemente sollozante. En la comedia el público se agita, ríe, glosa en voz alta los lazzi, se dirige directamente y a voz en cuello a los actores. Éstos se verán obligados a replicar, improvisarán, meterán morcillas, en definitiva habrán de domeñar al respetable en una lucha, muchas veces, a brazo partido. A este respecto recordemos la reflexión del marxista y un tanto peregrino hombre de teatro Augusto Boal quien viene a decir que actuar para un público burgués y educado es relativamente fácil y que lo que tiene realmente mérito es exponerse en las tablas al público de las corralas, desenfadado y vociferante. En nuestros días, con el poeta, podría uno preguntarse qué se hizo de los reventadores, ya espontáneos como el Cyrano de Rostand frente al engolado y afectado Montfleury, ya profesionales como los de la histórica trifulca que enfrentara a clásicos y románticos con motivo del Hernani hugoliano. Actuar contra, a pesar y sobre los pataleos, cuchufletas, chanzas y abucheos de unos energúmenos hostiles, ¡eso sí que es heroico! Todo ello prueba por otra parte la importancia social del teatro y las pasiones que suscitaba… hasta hace bien poco.
Actualmente el actor, acolchado y sostenido por una buena campaña publicitaria basada en la mercadotecnia, puede sentarse a fumar un puro habano parsimoniosamente y oír cómo le crece la panza, con la seguridad de que un público adocenado y con buenos modales, aplaudirá siempre.
La actriz
Quien hasta aquí haya tenido la deferencia de leer esto, podría pensar que soy un tío quitagustos. Me aplicaré, con lo que sigue y queda, a desengañarle.
Una de las razones del éxito y popularidad que la Commedia dell’Arte cosechara en toda Europa, si bien no la única evidentemente, consistió en que por primera vez las mujeres subían al escenario. ¡Una auténtica revolución! Por fin mujeres reales, no ya efebos u hombres disfrazados, no ya castrados, interpretarían los papeles femeninos con la voz, los cuerpos, los gestos y los ademanes de su sexo. Hoy en día, acostumbrados como estamos a la auténtica igualdad y fraternidad de ambos sexos en las artes interpretativas, nos cuesta hacernos una idea cabal de lo que aquello significó, de lo que el teatro ganó en belleza, en verdad y naturalidad, de lo mucho que sedujo a los públicos, de la alegría y vitalidad que inundaron las representaciones. Paremos mientes además en que probablemente el teatro (luego la ópera, que como hemos visto es también teatro; algo más tarde el ballet y más recientemente el cine) haya sido hasta bien entrado el siglo XX el único campo social y la única actividad profesional en que se haya dado la total -y armónica- igualdad de los sexos.
Esto, al menos, sí es algo que debieran envidiarnos los griegos, si lo supieran.
Mariano Aguirre
Actor, dramaturgo, productor teatral y director de “La Troupe del Cretino”.
La gran revelación
Si bien el documental es un género que no sólo permite, sino que también demanda al realizador una implicación mayor que otros géneros informativos, y que no sólo permite -sino que también demanda al realizador- un grado de creación artística mayor que otros géneros informativos, el documental no deja de ser un género informativo.
Circula por Internet cierto «documental» titulado «De la servidumbre moderna». Se trata de un vídeo contra el «Sistema totalitario mercantil» -o contra eso tan indefinido que es «el Poder»- en el que se insulta a la población mundial (entre la cual todos podemos incluirnos), llamándonos no sólo «esclavos» o «siervos», sino también «estúpidos, imbéciles, miserables, muchedumbre hipnótica con sueños lamentables, brutos, mediocres» y quién sabe qué más. Se declara que carecemos de criterio propio y que nos mueve la obediencia. Que somos tan necios como para no percibir el «Dogma del Mercado» en el que estamos inmersos. Y bla bla bla.
El ejercicio de creación de estos autores (Jean François Brient y Víctor León Fuentes) se limita a la redacción y locución de ese grandilocuente texto, más o menos lírico -aunque desafortunado-, propagandístico -o casi apologeta de la violencia- y nada informativo -pues nada nuevo aporta-; a la descontextualización de algunas frases de autores famosos; y a la edición -defectuosa- del vídeo. Tanto las imágenes como las músicas que se incluyen están extraídas de películas y discos hechos por otros (por esclavos, si seguimos su doctrina), muy especialmente del documental «Baraka». Por supuesto, como estos productores están en contra de la propiedad, no cuentan con el consentimiento de ninguno de los autores a los que han «fusilado», ni lo quieren.
Los temas que trata este autodenominado «documental» constituyen las grandes preocupaciones contemporáneas, en boca de todos y no precisamente gracias a ellos: la crisis medioambiental, las desigualdades que produce el Capitalismo, la cosificación de la mujer, la alienación en el trabajo, la partitocracia, la manipulación mediática… Podría añadirse a esa lista otro buen número de problemas sociales que el vídeo no aborda, pero que están en todos esos periódicos adictos al «Poder», en infinidad de libros escritos por «siervos» y en documentales producidos por «esclavos sin criterio». Citemos, a modo de ejemplo, el envejecimiento demográfico, la superpoblación mundial, el hiperindividualismo, la efebocracia, o el ascenso de la violencia.
Claro que elaborar un buen documental lleva mucho trabajo. Y para Brient y Fuentes, el trabajo es «un instrumento de tortura». Así que lo mejor, desde su perspectiva, es poner el e-mule a funcionar, irse al bar a tomar unas cañas, encontrar allí los problemas del mundo (como quien descubre el Mediterráneo), garabatearlos en una servilleta, locutarlos con voz grave, y hacer un pastiche con las películas y la música descargada, pastiche que exportaremos en formato de vídeo, o en un rancio «powerpoint», para mayor molestia de nuestros contactos. Luego podremos arrogarnos el mérito de haber generado un movimiento social de liberación de las masas oprimidas, de ser unos de los pocos intelectuales válidos -por lo incomprendidos- del siglo XXI y -consecuentemente- ligar a destajo, como buenos mesías.
Por si aún no ha quedado claro, no recomendamos este vídeo: es deficiente tanto en la forma como en el fondo. Pero si, por manifestar nuestro criterio, se nos va a acusar de imperialistas, de siervos del Capital, de censores -o de algo peor-, tendremos que aceptar la supremacía de estos dos Grandes de la Comunicación y del Pensamiento y salir esta noche a quemar cajeros automáticos, que parece ser la solución.
Menos mal que aún, a pesar de nuestros servilismo y estulticia, nos queda la ironía.
Felicidad Interior Bruta
Diez buenos años atrás (lo de “buenos” es porque quizás sean quince), un profesor de Economía en la Universidad dijo algo en lo que mis compañeros no repararon, pero que para mí fue la revelación más inquietante y esclarecedora de toda la carrera. Estaba explicando las políticas internacionales, la autorregulación del mercado y esas cosas. Afirmó que la política de la Unión Europea se basaba en igualar los precios en todos los países, con la seguridad de que los salarios se igualarían también, ellos solos, con el paso del tiempo. Yo pregunté lo obvio: ¿cuánto tiempo tardarán los salarios españoles en igualarse con los de los demás países europeos? Mi profesor respondió: “Con suerte, 30 años”. En ese momento, me di cuenta de que toda mi vida estaría marcada por la recesión económica.
El precio de los pisos en Bruselas es, a día de hoy, igual o inferior al precio de los pisos en Madrid. El salario mínimo interprofesional en Bélgica es de 1.331 euros al mes. En España, de 600.
Un par de años atrás, una nonagenaria tía-abuela mía me dijo: “los jóvenes de hoy lo tenéis muy mal”. Yo pensé que, si esta mujer, que había vivido la Guerra y la posguerra, la Dictadura, la Transición y lo que llevamos de Democracia, se compadecía de los jóvenes actuales, muy mal debía de estar la cosa. Me puso un ejemplo: “Fíjate, cuando mi marido y yo compramos nuestro piso, nos hipotecamos a cinco años. Y lo hicimos con mucho miedo, porque ¿quién podía saber lo que pasaría de ahí en cinco años?”.
El piso al que hacía referencia era relativamente amplio, céntrico, en Madrid. Hay que decir que no contaban con más ingresos que los de su marido, alfarero de profesión y que, además, criaron a varios hijos.
Las hipotecas actuales, caso de ser concedidas, se extienden durante 20, 30 o 40 años. Y para costearlas, no suele bastar con un sueldo –de abogado, de médico-, sino que ambos cónyuges deben aportar.
Un par de días atrás, el diario “El País” publicaba los resultados de un “juego” llamado “El mejor País”, en el que los lectores escribían las noticias que les gustaría leer. Destacaba un titular: “La Felicidad Interior Bruta, aceptada como índice de referencia socioeconómico internacional”.
Quizás los precios, los salarios, el desempleo y las demás hipotecas no sean buenos indicadores de la Felicidad Interior Bruta.
Pero mi intuición me dice que algo tienen que ver.